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Columna
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El gran Antonio López Eire

Una invitación cursada por la Fundación Pastor de Estudios Clásicos (FPEC) y la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC) me dejó recientemente petrificado. Alegre y confiado, como la ciudad de un célebre título, abrí el sobre y, en dos líneas, caí en honda consternación. Decía la invitación que la FPEC y la SEEC tenían el honor de invitarme a la sesión académica en memoria del profesor Antonio López Eire que se iba a celebrar el 27 de noviembre en el salón de actos de la Fundación Pastor, con sede en la calle Serrano, 107. ¿En memoria del genial helenista Antonio López Eire, catedrático de griego de la Universidad de Salamanca y antiguo compañero mío de estudios en esta misma universidad?, me pregunté con enorme estupor, dado que no me había enterado de su muerte. ¿Que se ha muerto Antonio López Eire?, repitió la lira con su indómito cantar, como correspondía a la muerte del más exquisito traductor que probablemente ha tenido la Ilíada en ninguna lengua del mundo. Ignoro si en húngaro, en suajili o en alguna de las treinta y pico lenguas cordofanas hay una traducción superior de la Ilíada a la que hizo en verso López Eire y que, publicada por Cátedra, es una joya absoluta de nuestra lengua. Pero no tengo ni la menor duda de que, en nuestra lengua, la mencionada traducción ha batido un récord absoluto de calidad. No obstante, es verdad que, para la inmensa mayoría de los lectores, esta traducción tiene un inconveniente: al estar escrita en verso, quien no lea endecasílabos y heptasílabos con soltura, es probable que no la disfrute. Pero hay que dejar bien claro que, si eso ocurre, el problema no reside en la traducción, que ya digo que es de una calidad suprema, sino que el problema reside en la escasa educación musical del oído del lector/a.

Me jugué a los dados la lectura de los periódicos y leí las páginas divisibles por cuatro o por cinco

Rebobiné en mi cerebro las escasas noticias personales que tenía de él y recordé que un latinista me comentó, hace ya unos tres años, que Antonio López Eire había sufrido una enfermedad grave. Y también tuve una noticia posterior de que había vencido la enfermedad. Al leer la invitación pensé: habrá recaído y la enfermedad se lo ha llevado.

Cuando me serené un poco, como había leído la invitación frente al ordenador, tecleé en Google su nombre y las sorpresas se multiplicaron. Antonio López Eire no había muerto de ninguna enfermedad, sino en un accidente de tráfico. Si toda muerte es siempre trágica, una muerte en coche con el añadido del atropello de una mujer y las lesiones sufridas por la propia esposa en el accidente adquieren tintes bélicos y, en su caso, tintes de la guerra de Troya, que él tan a fondo llegó a conocer por los versos de Homero. Para colmo, su muerte no era reciente: Antonio López Eire había muerto el 21 de septiembre de 2008. Buscando más información sobre el compañero fallecido, encontré el artículo, firmado por Francisco Cortés y Julián Méndez, que en la sección Obituario había publicado EL PAÍS el 6 de octubre de 2008. Dado que todos los días compro este diario por adicción iniciada a partir del primer número publicado el 4 de mayo de 1976, cuando aún había dudas de si Franco resucitaría cualquier domingo en su tumba de Cuelgamuros, ¿por qué el 6 de octubre de 2008 me salté la página del obituario? No sé por qué no lo vi, quizá hice un viaje ese día, quizá anduve con más prisas de las habituales y me jugué a los dados la lectura de los periódicos y sólo leí aquel día las páginas divisibles por cuatro o por cinco. No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que a Antonio López Eire esta bromilla de jugarme a los dados la lectura de los periódicos para acelerar la lectura de sus páginas quizá le habrá divertido en el Olimpo, que es donde ahora está, pues su humor era fantástico. Sus soberbios prólogos y sus traducciones de Lisístrata y de Las asambleístas, de Aristófanes, uno de la media docena de humoristas más grandes del mundo occidental, son pruebas de hasta qué punto el humor era consustancial con López Eire.

Como filólogo López Eire ha sido un superdotado. Era tan bueno en lingüística como en historia de la literatura y en traducción de textos griegos, que es como decir que era tan bueno jugando al fútbol en la selección española liderada por Xavi como encestando en la selección nacional liderada por Pau Gasol. ¿Se puede ser un genio en los dos deportes? Antonio López Eire lo fue.

En el emocionante homenaje tributado a Antonio López Eire en la FPEC los profesores Martín Ruipérez, Emilio Crespo, Francisco Cortés, Manuel G. Teijeiro, Antonio Melero, Julián Méndez y Jaime Siles, presidente de la SEEC, cantaron las inconmensurables gracias de este helenista. Antonio López Eire, para mí, sigue vivo por la inmensa admiración que siento por él como persona y por sus maravillosos libros.

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