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Percusión tradicional con caparazón de máquina

El productor angloindio Talvin Singh desconcierta en La Casa Encendida

Lo advirtió, bien es cierto, justo antes de comenzar. "Escucharán a continuación un experimento de estudio que no tiene mucho que ver con lo que quizás conozcan de mis discos. Si alguien se siente defraudado, puede abandonar la sala y consultar mi página de My Space". Sonaba a provocación de artista travieso, pero con el tiempo fue cobrando forma de aviso legal: si se aburren, señores, el artista queda exento de responsabilidad.

Tras unos cuantos años desaparecido de la circulación, el hechicero angloindio de la electrónica con acento étnico optó por la línea más dura. Si alguien albergaba esperanzas de escuchar algo parecido a una melodía o a las formas de la tradición musical hindú (ragas, sagas), regresaría a casa más bien desolado. Y con la cabeza como un bombo no ya asiático, sino de Calanda.

La Casa Encendida es acaso el rincón más propicio de la ciudad para las experimentaciones de los chicos a la última. Y el entorno parecía, en efecto, cómplice: huyendo de las marabuntas navideñas y la luminotecnia cursi, abarrotaron el patio central unos cuantos cientos de chicos con gafas de pasta, piercings nasales o barbitas cuidadosamente desarregladas durante los dos últimos días. Pero al final la paciencia humana, incluso la de los humanos de vanguardia, tiene un límite. "¿Sabes a qué hora termina el concierto?", interpelaba al periodista un muchacho con el gesto ya desencajado. Tras comunicar a su compañera que aún les restaba un cuarto de hora de inmersión en la modernidad intercultural, terminó resoplando: "¿Qué hago? ¿Me pongo a llorar o qué?".

Hace ahora diez años, el rostro moreno, jovial y despeinado de Singh fue protagonista de docenas de portadas. Tenía 24 años, acababa de publicar OK y su integración de elementos autóctonos con las virguerías de las nuevas tecnologías causaba sensación. Etno-tecno, lo llamaban, y triunfó tanto entre las publicaciones más apegadas a la raíz como entre los apólogos del silicio. El invento terminó cosechando el premio Mercury al mejor disco del año. Luego llegaría el relativo patinazo de Ha (2001) y el silencio.

A lo que se ve, Talvin ha consagrado estos años a los ordenadores en detrimento de la música orgánica. Quizás sea ahora un programador habilísimo, pero los ruiditos que expelía su mesa de mezclas se han convertido en una pesadez. La tabla, esa percusión ancestral fascinante, está tan parapetada tras el caparazón de la máquina que ya casi ni se siente.

El ciclo Reflejos de la India contemporánea concluye hoy con Sheila Chandra, que al menos canta. Malo será que la cosa no resulte algo más llevadera.

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