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Tribuna:La firma invitada | Laboratorio de ideas
Tribuna
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La responsabilidad de la banca ante la crisis

Se ha extendido con fuerza la idea de que los bancos españoles están siendo objeto de importantes ayudas y que, de modo insolidario, no las trasladan a las empresas y familias mediante una ampliación del crédito. Las palabras suben de tono y ya hay quienes advierten de la necesidad de adoptar medidas coercitivas para que las entidades financieras suministren la liquidez necesaria a los sectores productivos o incluso se habla de una "nacionalización" si no se transforman en crédito las ayudas recibidas.

En Estados Unidos y en algunos países europeos es probable que la banca haya contribuido al desarrollo de la crisis financiera, aunque ésta encuentra sus raíces en una explosión del crédito favorecida por unas condiciones monetarias excesivamente laxas y la generación de sucesivas burbujas (puntocom, vivienda, materias primas) lo que, junto con una regulación y una supervisión deficientes, ha dado cabida a la generación y distribución de un volumen extraordinario de activos tóxicos que nunca debería haberse producido. En este contexto, es posible que la banca haya contribuido a la crisis en la medida en que ha satisfecho con excesiva fluidez y sin las garantías necesarias dicha demanda de crédito.

Para un análisis correcto es clave distinguir entre los problemas de liquidez y los de solvencia
Nuestros bancos figuran entre los mejor provisionados para hacer frente a la morisidad

Para un análisis correcto de la situación es fundamental distinguir entre los problemas de liquidez y los de solvencia. Son de naturaleza distinta y requieren medidas distintas. El de liquidez surge tras el desencadenamiento de la crisis en el verano de 2007 con el práctico cierre del mercado interbancario por la súbita pérdida de confianza entre las entidades de crédito. El de solvencia emerge como consecuencia de la depreciación de los activos tóxicos y del excesivo apalancamiento de las empresas al que, ante el empeoramiento de la situación económica, no pueden hacerle frente.

Ante la aguda y persistente sequía de fondos, los bancos centrales han asumido su papel como prestatarios de última instancia y la han suplido mediante voluminosas y repetidas inyecciones de liquidez en el sistema. Es importante percatarse que no se trata de un incremento de la liquidez en circulación sino de una sustitución de las habituales operaciones entre las entidades. No se trata, por lo tanto, de que estas inyecciones tengan que traducirse necesariamente en un incremento del crédito distribuido por los bancos. La gravedad y persistencia de la situación ha hecho que estas operaciones hayan debido complementarse con la ampliación de los plazos, de los colaterales aceptados y de las entidades con acceso al redescuento. Todas estas medidas tienen un carácter de emergencia y van dirigidas a evitar el colapso del sistema de pagos pero sin efectos directos sobre la liquidez global, el volumen del crédito o el ritmo de la actividad económica. Sí es cierto, sin embargo, que en un clima de elevada desconfianza y ante la gran dificultad de ponderar la calidad y la exposición a los activos tóxicos, se han ampliado los diferenciales (spreads) tanto entre los tipos oficiales y el tipo del interbancario como entre los de la deuda pública y privada al incorporar esta última un mayor nivel de riesgo.

Un problema distinto es el de la solvencia. En este caso, la toma de decisiones ya no es competencia de las autoridades monetarias sino de los Gobiernos. Ante el deterioro de la situación económica y el excesivo nivel de apalancamiento, muchas empresas, incluidas algunas entidades financieras y de seguros, se han visto abocadas a la suspensión de pagos. En muchos casos, los efectos de la quiebra sobre el sistema financiero, la actividad y el empleo hubieran sido de tal magnitud que las autoridades se han visto obligadas a desplegar toda una batería de medidas (adquisición de activos tóxicos, toma de participaciones, recapitalizaciones, etcétera) para hacerles frente. Estas operaciones de rescate, por lo menos en el corto plazo, sí conllevan un coste a cargo de los fondos públicos y, por lo tanto, del contribuyente. Obviamente, los casos de insolvencia van aparejados con problemas de liquidez, pero no nos engañemos, el problema de fondo sigue siendo el de la insolvencia, aunque algunas entidades traten de enmascararlo como si únicamente se tratase de un problema transitorio de liquidez.

En el caso de la banca española, es ampliamente reconocido que sólo se ha visto marginalmente salpicada por la adquisición de activos tóxicos, que el grueso de su negocio es de carácter tradicional y que ha sido completamente ajena al modelo de "originar para distribuir". Las entidades se encuentran en una situación saneada con excelentes ratios de rentabilidad, de solvencia y de eficiencia. Nuestros bancos figuran entre los mejor provisionados para hacer frente a un aumento de la morosidad (fondos anticíclicos) que, por lo demás, se encontraba en mínimos históricos y muy por debajo de la de nuestros competidores. A diferencia de un buen número de los países de nuestro entorno, los bancos españoles no han sido objeto de intervención o de rescate alguno. Ello se debe, en gran medida, a una regulación y supervisión a la vez estricta y eficiente que se ha acompañado de una gestión particularmente prudente.

A pesar de esta situación relativamente favorable, nuestras entidades no han podido sustraerse a los efectos de la crisis. Por un lado, se están viendo penalizadas con unas primas de riesgo más elevadas como se desprende de la ampliación de los spreads de la deuda soberana y el encarecimiento relativo de sus costes de financiación. Por otro, se encuentran con que las reglas de la competencia se están viendo alteradas por las ayudas públicas directas que muchas entidades de otros países están recibiendo. Esto supone un incentivo para las entidades menos eficientes en detrimento de las mejor gestionadas, al tiempo que se levanta una importante barrera a la creación del espacio único europeo.

No puede ignorarse que el crédito y la actividad económica están estrechamente correlacionados. Por consiguiente, la moderación del crecimiento del crédito otorgado por los bancos españoles al sector privado -desde unas tasas próximas al 25% anual hace poco más de un año al 8% en el momento actual- no debería ser motivo de sorpresa alguna. No se trata, en ningún caso, de una "estrategia" del sector que embalsa la liquidez y/o que no traslada las facilidades que se le ofrece a las empresas y hogares. La moderación del crédito responde básicamente a dos grandes razones: a la caída de la demanda, en primer lugar, y al deterioro del grado de solvencia de los agentes, en segundo, que en ambos casos acompañan toda fase de retraimiento de la actividad. Así sucedió en las recesiones de 1984 y de 1993 cuando el crecimiento nominal del crédito fue prácticamente nulo. Sería una enorme irresponsabilidad, y un contrasentido respecto a una de las principales lecciones de esta crisis, pretender que las entidades financieras satisfagan indiscriminadamente toda demanda de crédito con independencia de los criterios de solvencia y de una gestión prudente. Pongamos las cosas en su sitio y no tratemos de buscar un chivo expiatorio al que cargar con la culpa sobre la base de unos análisis que carecen de consistencia. Actuaciones en esta dirección comprometerían la solidez y la solvencia de nuestro sistema financiero, que hoy necesitamos más que nunca para hacer frente a la crisis.

Federico Prades es asesor económico de la Asociación Española de la Banca.

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