_
_
_
_
_
UN ASUNTO MARGINAL | OPINIÓN
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El auténtico misterio del mundo

Enric González

Cualquiera que se haya rozado con la cultura japonesa guarda memoria de algún incidente. Yo, al menos, tengo mi historieta personal. Una vez, hace años, en Tokio, me arriesgué a ser detenido como maníaco sexual. Ya que tengo la ocasión, después de tanto tiempo, me declaro inocente. Y explico mi versión de los hechos.

La culpa, como suele ocurrir, fue de un banco. Me había hecho un giro a mí mismo, para no llevar dinero encima, y fui a cobrarlo a una remotísima sucursal de una entidad española en Tokio. No recuerdo el nombre del barrio porque no salía en mi mapa. El caso es que costó un esfuerzo encontrar la dirección, y una vez con el dinero en el bolsillo se me ocurrió darme un homenaje. Vi un local diminuto totalmente desierto (la hora era intempestiva) y me pareció que ofrecían buen pescado. Entré y, señalando con el dedo, pedí langosta y cerveza. La incomunicación idiomática no me preocupó en ese momento.

Japón metabolizó el horrible trauma de Hiroshima y Nagasaki, y lo expresó con la bella metáfora de Godzilla

Tras consumir la langosta y una cantidad de cervezas quizá inapropiada, sentí la imperiosa necesidad de ir al baño. Le pregunté a la camarera y ella sonrió. Seguí preguntando por el excusado en todos los lenguajes que conozco, no muchos, y la camarera siguió sonriendo. La vejiga apretaba, por lo que decidí explorar yo mismo. Abrí una puerta, y era la cocina. Abrí otra puerta, y era un armario. Pensándolo, ahora, puedo entender que la camarera se inquietara: tenía en el local a un gaijin, un extranjero (literalmente, un bárbaro), que con extraño furor se dedicaba a abrir puertas.

No encontré el lugar y, como no soy mal dibujante, intenté realizar una explicación gráfica. Me salió demasiado gráfica, sin duda. Cuando le mostré el dibujo a la camarera no obtuve respuesta: la mujer soltó un gritito de horror, corrió hacia la cocina y se encerró dentro: el ruido del pestillo resultó inconfundible. Mirando por una ventanilla en la puerta cerrada, vi que ella y el cocinero, al unísono, efectuaban una agitada llamada telefónica. No hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir que pedían ayuda a la policía. Dejé un montón de billetes sobre una mesa y salí por piernas. Por si el delito no ha prescrito, omito revelar dónde acabé por aliviarme.

Hay historias de estas a montones. En mi opinión, reflejan un hecho: Japón encierra el auténtico misterio del mundo. En ese sentido, olvídense de China. Los chinos tenían ya emigrantes por todas partes cuando la flotilla del comodoro Perry, en 1852, rompió el aislamiento japonés. La isla imperial se abrió, pero mantuvo una característica impenetrabilidad. No sé si otra cultura hubiera podido soportar una experiencia como el doble ataque atómico sobre Hiroshima y Nagasaki; Japón metabolizó el horrible trauma y lo expresó con la bella metáfora de Godzilla, el monstruo prehistórico despertado por la bomba. Su cultura popular abunda en monstruos y, sobre todo, en robots. Nadie ha sido capaz de explicar de manera convincente la pasión japonesa por los robots gigantescos pilotados por niños. Todo un género gráfico, el manga, se basa en esa pasión.

El escritor australiano Peter Carey escribió en 2005 un relato delicioso sobre un viaje a Japón, con su hijo adolescente, en busca de los más célebres creadores de manga (parecido al cómic, pero con códigos ligeramente diferentes) y de anime (parecido a los dibujos animados, pero con códigos ligeramente diferentes). El título del relato, Equivocado sobre Japón, da una idea del espíritu.

Cuanto más se adentran en su exploración los Carey, padre e hijo, más claramente comprenden que no llegarán a ninguna parte. La propia lengua japonesa, tan exquisitamente formal (y dotada, por tanto, de una exquisita capacidad de sarcasmo), parece hecha para deslizarse sobre los conceptos, sin atraparlos jamás. Un concepto japonés no se deja exhibir desnudo. Basta esa peculiaridad para que la mente occidental, especializada justamente en capturar y encerrar las ideas en jaulas individuales, sea incapaz de comprender Japón.

Sofia Coppola realizó una singular película, Lost in translation, sobre el despiste de los gaijin en Tokio. En el momento culminante, el protagonista (encarnado por Bill Murray) susurra una confidencia al oído de la protagonista (encarnada por Scarlett Johansson). El espectador no escucha la confidencia. Ese enigma es Japón.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_