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Columna
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Fuera de temporada

En pleno frígido otoño procuramos salir de casa lo indispensable y hablo para quienes dejaron atrás la vida activa o desempeñan la tarea en el propio domicilio. La radio matutina nos da las señas meteorológicas que van a condicionar la jornada y decidirnos a dar ese paseo, vencida la mañana, por las calles y las aceras resguardadas del viento y encaradas al templado mediodía. Dicen que es una desgracia la distribución de los edificios en esta ciudad, unas veces canalizadores del cortante gris que viene de la sierra; otras, murallas de cemento que impiden la ventilación racional de los barrios.

En mis tiempos de reportero del diario Madrid me enviaron a enhebrar una entrevista con los pintores hermanos Solana, que vivían en un enorme caserón, creo que hacia la glorieta de Atocha. Prevenidos por la redacción me esperaban aquella agobiante tarde de verano y echaron a andar por el interior, guiados por un gran perro de raza indefinida. Cuando el animal encontró el lugar que buscaba en aquella hora canicular, arrimaron unos sillones de paja, con una escueta explicación: "Él sabe dónde se está más fresco".

Vivimos el pan y circo más que en la Roma cruel, por la adicción a un equipo que juega todo el año

De parecida manera los viejos conocen los vericuetos y los momentos de cualquier jornada invernal, para sorber el calorcillo que se atesora en un muro, el resguardo en la placita, el banco más soleado del paseo. Las inminentes fechas decembrinas parecen colocarnos fuera de cualquier temporada, la subrayada melancolía por la súbita crisis que a todos nos ha cogido con el pie cambiado. Por eso, lejos del desperezamiento de las primeras novilladas, me apetece hablar de toros, escudado en mi ignorancia y espoleado por mi gratuita e ingenua admiración por la fiesta. Conozco, a través de lecturas, tertulias, conversaciones, libros, las suficientes cosas relacionadas con el toreo para saber que hay muchísimas más, que es un mundo complicado, con idioma propio e historia siempre renovada. Aquí no caben las recomendaciones o el proselitismo, porque es una fiesta ritual y ordenada, que nunca lleva escrito su final. Generalmente acaba con la muerte del toro, pero nadie puede descartar otro desenlace bastante más trágico.

Comprendo la actitud del extranjero que, salvo los franceses del sur de su país y los muchos aficionados en Hispanoamérica, asisten por primera vez a una corrida, con grandes recelos y prejuicios. El interés ha crecido mucho en estos últimos años de bonanza turística y también en las gradas se nota la presencia invasora femenina, que no va a estremecerse de rechazo detrás del mantón de Manila extendido, sino que aguanta, interesada, en los incómodos bancales de piedra, apenas suavizados por un par de almohadillas. Es, me parece, la asignatura pendiente del espectáculo, ya resuelta en los grandes estadios deportivos. La incomodidad, el impuesto contacto físico a derecha, izquierda, abajo y arriba. También se aleja de otras celebraciones en que no se presta a la injerencia de las apuestas. El único que juega es el torero, con el azar y con un animal de media tonelada de peso. El fútbol, el boxeo, los hipódromos sobreviven gracias a los miles de personas que no asisten físicamente a las competiciones, pero han puesto el interés en un equipo, una yegua, unos puños. Creo que también queda fuera el tenis, por el ingrediente imprevisible de un revés afortunado o una volea que va fuera. También ahí el número de espectadores viene multiplicado por la televisión y son pocos los que disfrutan de un campeonato en directo.

Vivimos el pan y circo mucho más extendido que en la Roma cruel, por la diversidad de ofertas y la adicción a un equipo que juega prácticamente todo el año y cuyas incidencias pueden vivirse a través de la radio, de la tele, de las páginas deportivas de la prensa impresa.

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Ahí no hay temporada alta ni apenas vacaciones. En los toros, sí, aunque cada año comienzan las novilladas más temprano y se eternizan los festejos feriales. Lo que no se sabe es si, a este paso, habrá toros y camadas suficientes o se improvisarán los morlacos de granja, a los que sí habría que domesticar y enseñar a embestir, lo que sería el fin de la diversión.

Elucubraciones intemporales, para satisfacer el deseo de hablar de esta fiesta y dejar a los enterados el comentario en directo, bajo el batir de los timbales y el escalofrío de los clarines. En los extravagantes planes de estudio, no estaría de más una disciplina -optativa, por supuesto y no computable- que enseñe a los niños españoles algunas nociones de lo que aún llamamos fiesta nacional. Para ser sinceros, ni yo mismo creo en esa posibilidad.

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