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Las salmodias rock de Sigur Rós cautivan a La Riviera

Hasta los reventas más clásicos del Manzanares se aprendieron anoche el nombre de Sigur Rós. Con todo el papel agotado desde un siglo atrás, una entrada con el nombre de estos maravillosos marcianos islandeses era un objeto codiciadísimo. Hasta 60 euros se pedían por esos pedacitos de papel, salvoconductos hacia una de las experiencias sonoras más absorbentes que ha acontecido en la Vía Láctea.

Lo de "grupo de culto" se debió inventar para gente como estos cuatro chicos extravagantes. Un concierto suyo tiene mucho más de ritual que de espectáculo musical. La santa congregación de los gafapastas contenía el aliento ante los indescifrables cánticos del oficiante principal, Jón Bór Birgisson. Ni siquiera un entorno infame como La Riviera pudo impedir la comunión.

Aunque alguno no lo crea, el personal se sabía anoche las canciones. Todas: las agitadas y las que acentúan la sensación de homilía, esas salmodias rock inimitables. Lo más transgresor de los cuatro no es la portada de los chicos desnudos cruzando la carretera, ni que Birgisson toque la guitarra con un arco de violín y cante como un gato vagabundo, ni las canciones de 10 minutos, ni los vibráfonos, ni los textos inexplicables. Lo verdaderamente revolucionario, es que un cuarteto de rock suene sólo a sí mismo. Escuchen los incrédulos el tema Inní Mér Syngur Vitleysingur. Ese momento en que el crítico se queda sin palabras, como el título de uno de sus discos: ( ). La próxima en un teatro, para que la ceremonia sea completa.

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