_
_
_
_
_
DESDE MI SILLÍN | VUELTA 2008 | Tercera etapa
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El termostato

No sé si me falla el termostato o si lo tengo tan bien ajustado que no me deja el más mínimo margen de duda. Se activa y ahí se terminó lo que se daba. Lo tengo aún que meditar con más calma, con el cuerpo más frío y la cabeza más reposada. Quizá pueda reajustarlo, quién sabe. Pero es demasiado pronto para pensarlo, estoy todavía cocido.

Mi pulsómetro, que se encarga de almacenar los datos, es frío mostrando las cifras. El otro día, por ejemplo, después de la última carrera antes de la Vuelta. Lo miré y me mostró, como quien no quiere la cosa, estos datos: 155 de pulso medio, cinco horas y 49 minutos de esfuerzo. Mucho, pensé; muchísimo. Ayer, con la misma frialdad, me mostraba un pulso medio de 128 en unas cuatro horas y media. Bastante menos. Pero para el aparatito las cifras parecen no significar nada en especial: le da igual 8 que 80. Además, si le das sin querer al botón de borrado, parece que ni siquiera has hecho el esfuerzo, que todo lo que has hecho ha sido en vano: no tienes pruebas de tu sufrimiento. Busqué después las cifras almacenadas de las temperaturas de ayer: 31 grados de mínima, 42 de máxima y 36 de media. Uf, me vuelvo a cocer sólo de recordarlo. Normal que se me disparase el termostato.

Más información
El regreso del grandullón

Me acuerdo de un día en el que circulaba -teniendo en cuenta lo poco que nos movíamos, es un eufemismo- con un amigo en el caos del tráfico de Addis Abeba, capital de Etiopía. Delante traqueteaba un viejo Volkswagen escarabajo. "Mira", le dije, "yo tengo uno como ése". Me miró sorprendido: "¿Cómo es posible? Si es el peor de los coches que puedes ver por aquí", argumentó; "si aquí no lo quiere nadie". "Pues me encanta", le dije. "No, no", me repitió; "muchos problemas". "Ese coche no tiene agua, ¿sabes?, y aquí todo es o subida o bajada. Y estamos a más de 3.000 metros, así que piensa cómo se calientan esos bichos en la estación seca. Los días de calor los ves parados con el capó abierto. Parecen bocas sedientas pidiendo agua. ¿Por qué no tienes un coche mejor, uno de los que tienen agua?", me preguntaba desconcertado.

Pues ayer me acordaba de esto cuando reventé en la subida al alto de San Jerónimo, en las afueras de Córdoba. Mi motor llevaba termostato, funcionaba con agua como refrigerante. Agua, sí; mucha agua. Refrigerar por aire a esa temperatura habría sido imposible. Así que no me quedé tirado en la cuneta como el escarabajo. Simplemente, sufrí una pequeña pérdida de potencia; no mucha, pero la suficiente para no mantener el ritmo de los de cabeza. Les dejé marchar y me los encontré ya parados después de la meta. Una pena, otro día será, pero no fue culpa mía, fue por el termostato.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_