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Columna
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El tercer catalanismo

Un independentista catalán le pregunta a un federalista catalán: ¿dónde están los federalistas españoles? El federalista catalán evita la respuesta con otra pregunta: ¿Para cuándo el referéndum de autodeterminación? El independentista contesta: estamos en la etapa de acumulación de fuerzas. El federalista responde: Ah, así nos queda tiempo suficiente para seguir intentando el pacto federal.

El catalanismo político tiene dos principios fundacionales: 1) el principio político por el que un pueblo libre es un pueblo que se autogobierna; 2) la libre voluntad de compartir un proyecto político común con España desde el reconocimiento de la libertad e identidad catalanas. Estos dos principios están en el origen de las dos corrientes originarias del catalanismo, cuyas matrices doctrinales se encuentran en Jaime Balmes y Pi i Margall, respectivamente. Un catalanismo es liberalconservador, el otro es federalprogresista. Pero los dos afirman la libertad de Cataluña con la voluntad de formar parte de un único Estado español, que reconozca el autogobierno de sus pueblos y naciones. De Prat de la Riba a Jordi Pujol, o bien de Vallès i Ribot a Pasqual Maragall hay dos claras líneas de continuidad catalanista, la primera pone el acento en la identidad, la segunda en la ciudadanía. Son dos catalanismos que han competido entre ellos por el liderazgo del movimiento nacional catalán, y son dos catalanismos que no han conseguido cambiar la cultura política española, hasta el presente, en un sentido plurinacional.

No es de izquierdas o republicano quien dice serlo, sino quien hace camino en esta dirección

La catalanofobia ha aparecido de forma recurrente a lo largo del siglo XX, siempre que el catalanismo ha manifestado su voluntad de autogobierno y el reconocimiento de Cataluña como nación. Esta dificultad endémica de construir en positivo un proyecto plurinacional compartido con el resto de los pueblos de España, ha dado razón al nacimiento de un tercer catalanismo, el independentismo. Desde Macià hasta Tarradellas hay un catalanismo cuya obsesión es dotar a Cataluña de poder estatal. Es un nacionalismo soberanista, que se sostiene principal o únicamente (según la radicalidad) en el derecho de autodeterminación. Este catalanismo no ha sido siempre separatista o independentista. El mismo Macià pasó del separatismo a la autonomía de la Generalitat republicana; Rovira i Virgili fue autonomista, separatista o federalista según las circunstancias políticas. ¿Y Tarradellas? Tarradellas ponía liturgia de Estado a una simple Diputación de Barcelona.

Existe una cierta competitividad entre catalanismos no sólo para mostrar cuál es más consecuente con los derechos nacionales de Cataluña, sino cuál es más eficaz en la hora de conseguir objetivos políticos concretos. Porque se puede ser muy catalanista en teoría y poco eficaz en la práctica. El episodio de la reforma del Estatuto de Autonomía de 1979 en su fase catalana es todo un ejemplo de competencia entre catalanismos. Todos pugnaban para mostrar a través de los medios de comunicación quién iba más lejos, pero casi nadie se preguntaba por una estrategia política que no terminaba en el Parlament de Catalunya, sino que continuaba en una segunda fase en las Cortes Generales. Todos padecieron el síndrome vasco, pero muy especialmente ERC y CiU, como si súbitamente la solución a las insuficiencias del autogobierno de Cataluña pasara por el modelo vasco, con concierto económico y derechos históricos incluidos. Nunca en la historia del catalanismo había sucedido nada igual, particularmente en la corriente republicana, de izquierdas y federalista. La voluntad democrática es el fundamento del autogobierno, no unos derechos históricos predemocráticos y vinculantes. Tampoco está justificado desde la izquierda, apuntarse a un modelo de financiación equivalente al convenio o al concierto económico, porque a navarros y vascos les va muy bien este sistema. Un modelo que a la luz de sus resultados no es ninguna exageración calificarlo de privilegiado e insolidario con relación a la financiación del Estado autonómico. Se puede ser independentista sin necesidad de padecer el síndrome del nacionalismo vasco. Además, no hace falta, el independentismo catalán cuenta con referentes históricos propios de mayor coherencia democrática y nacional como, por ejemplo, el Proyecto de Constitución provisional de la República Catalana de 1928.

De todos modos, la madurez política de ERC no pasa por mostrar su independentismo, sino por demostrar su eficacia política y, también, por defender algo más que independentismo. El éxito de ERC ha sido, en gran parte, efecto del agotamiento y frustración final del pujolismo. Ahora, ERC tiene el reto de consolidarse por méritos propios y no por deméritos ajenos. No es de izquierdas o republicano quien dice serlo, sino quien hace camino en esta dirección. Igual sucede con los fines del catalanismo político, tanto si se promueven desde postulados autonomistas o bien federalistas como si se pretenden desde el independentismo. Lo que realmente cuenta son los pasos concretos, los avances incuestionables en la ampliación del autogobierno. Y, hoy por hoy, el paso concreto que hace camino es el respeto, despliegue y desarrollo del Estatuto de autonomía de 2006. Porque difícilmente se puede pedir a otros, incluyendo al desacreditado Tribunal Constitucional, que respeten el Estatuto de 2006 si dentro del nacionalismo catalán todavía se oyen voces no precisamente amables ni comprometidas con la norma institucional básica del autogobierno de Cataluña.

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Miquel Caminal es profesor de Teoría Política de la UB.

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