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Golpe a la cúpula de ETA
Columna
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De Loyola a Burdeos

Durante años ha sido un lugar común afirmar que la jefatura política de la banda era secundaria porque los que de verdad mandaban eran los jefes militares: los que controlaban las armas y a los comandos. La detención de Mikel Antza, hace casi cuatro años, obligó a matizar esa visión.

Intentar dar sentido político a los atentados mediante los comunicados y el boletín interno es lo que diferencia a una cuadrilla de atracadores de una organización terrorista; además de esa tarea, del aparato político de ETA depende la relación con Batasuna, por ejemplo, o la definición de quiénes -de qué partido, con qué uniforme- son objetivo militar en un momento dado; o la decisión de decretar o de romper una tregua.

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El que parece ser sucesor de Ternera al frente de ese aparato, López Peña, ha sido detenido con otros tres miembros del mismo: el que ya en 2004 se encargaba de la impresión del zutabe, y dos ex miembros de la dirección de Batasuna, Salaberria y Ozaeta. Estas detenciones se producen en plena ofensiva de ETA, destinada seguramente a forzar a los socialistas a reabrir la negociación; pero con la novedad de que casi toda la dirección del brazo político está en la cárcel, y que Gobierno y oposición están de acuerdo en considerar estratégica, hasta la desaparición de ETA, la apuesta por mantener a Batasuna y sucedáneos fuera de la ley. El argumento mayor en favor de esa ilegalización no es que condenen o no los atentados, sino la evidencia del trasiego entre la dirección del partido y la de la banda. Esa porosidad permitió a Josu Ternera pasar directamente de su escaño al aparato político de ETA, y ha permitido a estos dos ex miembros de la Mesa Nacional reaparecer en Burdeos como dirigentes del brazo armado.

Policías y jueces han cumplido con su obligación, y también el Gobierno y la oposición poniendo fin a su bronca desmesurada en torno a la política antiterrorista. La banda venía anotándose como un efecto de su estrategia la ruptura de la unidad entre los partidos democráticos. Pero esa fractura se había producido en un periodo sin atentados mortales. Socialistas y populares son seguramente conscientes de que la opinión pública no toleraría que siguieran igual tras el regreso de los coches bomba.

Quien no ha estado a la altura ha sido el nacionalismo vasco gobernante, que ha renunciado a asumir su principal responsabilidad en este asunto: la desautorización desde el propio nacionalismo de la pretensión de legitimidad de ETA. El PNV y sus aliados en el Gobierno de Ibarretxe siguen sin sacar consecuencias políticas de su condena de los atentados. Mantienen su oposición a la ilegalización del partido de Ternera, Ozaeta y Salaberria y siguen poniendo pegas a los intentos de sustituir democráticamente a los alcaldes de ANV que se niegan a condenar los asesinatos de concejales de otros partidos.

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En una entrevista publicada en Deia en el verano de 2002, Ibarretxe reconocía que no acostumbraba a leer los periódicos. Tal vez eso explique su impermeabilidad total a los argumentos de quienes no comparten su fe. Lo más llamativo de su entrevista con Zapatero fue su sorpresa, a la salida de La Moncloa, porque el presidente del Gobierno de España pretendiera que cualquier eventual reforma del marco político tuviera que adecuarse a la Constitución y los procedimientos legales, no admitiera como algo evidente de suyo el ámbito vasco de decisión y no comprendiera que Euskadi no es una parte subordinada de España.

Tampoco entendía que Zapatero se negase a asumir o al menos debatir con él lo que los socialistas habían negociado con Batasuna (e indirectamente con ETA) en 2006. Utilizar los papeles de Loyola contra quien fue socio del PNV en aquel intento de evitar que ETA cumpliese su amenaza de romper el alto el fuego revela una deslealtad profunda. Seguramente los socialistas habrían sido menos receptivos a los argumentos de los nacionalistas de haber sospechado que, en caso de fracaso, sus socios fueran a utilizar contra ellos lo entonces hablado.

El contenido de los papeles manejados en Loyola como "bases políticas de un futuro acuerdo" revela una ligereza preocupante incluso en esas circunstancias; pero sería injusto ignorar que incluía cláusulas por las que expresamente se condicionaba todo el proceso a la ausencia de violencia y coacción, por un lado, y al resperto de las normas y procedimientos legales, por otro. Lo que significa que era un acuerdo provisional, pendiente de las adaptaciones necesarias para que encajase en los marcos legales.

Ibarretxe ha renunciado a su compromiso de no plantear su consulta con ETA en activo, y se ha saltado todos los procedimientos y normas con su propuesta de que Zapatero asuma su plan soberanista; pero sobre todo, el intento de Loyola no sirvió para que ETA abandonase, y de ahí que el PSE y el PNV concluyeran que había que cambiar de estrategia y que las prioridades eran ahora otras: hacer frente a ETA mediante la "acción policial y la deslegitimación social y política de su entorno", en palabras de Imaz.

Ibarretxe ha hecho lo contrario.

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