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Compañeros, pero no primos

Definitivamente, el tema de la nueva financiación autonómica se ha alzado -con permiso de la crisis en la cúpula del Partido Popular- al primer puesto de la agenda política española para la recta final del curso 2007-2008. Es en este contexto de calculadas maniobras territoriales, de acercamientos tácticos entre gobiernos autónomos de distinto color mientras los correligionarios se amenazan veladamente unos a otros ("nos vamos a ver las caras"), de mensajes admonitorios de Felipe González y apostillas jacobinas de Alfonso Guerra, es ahí donde el presidente Rodríguez Zapatero decidió el pasado domingo, en Barakaldo, hacer las primeras alusiones públicas a tan peliaguda cuestión. A mi juicio, no acertó ni el marco ni el mensaje, y me gustaría argumentar por qué.

Los inhibidores del independentismo catalán han sido el bienestar social y el progreso económico

En primer lugar, un acto de partido -la Fiesta de la Rosa del PSE-PSOE- no resulta el escenario más adecuado para desbrozar asuntos de Estado, y el de la financiación autonómica lo es de primera magnitud. El artículo que José Montilla había publicado la víspera en EL PAÍS -y que Zapatero tenía sin duda en la cabeza durante su discurso vizcaíno- no lo firmó como primer secretario del PSC, sino como presidente de la Generalitat. En ese texto, no se argumentaba sólo en nombre de los votantes socialistas catalanes, sino también en el de los demás votantes, de los abstencionistas y hasta de los que no tienen derecho a votar, pero sí tarjeta sanitaria e hijos escolarizados. La persistencia durante años de una financiación -cito al presidente Montilla- "clamorosamente injusta" ha dado lugar a un problema político, económico y social que perjudica a más de siete millones de personas; por respeto a ellas, no debería ser manoseado en latiguillos de mitin.

Por añadidura, la respuesta que el inquilino de La Moncloa dio a la preocupación expresada por el presidente catalán -la de que al final prevalecerá la unidad, porque "ante todo nos llamamos compañeros, seamos de donde seamos"- es por completo improcedente. Lo que en estos momentos dirimen Chaves, Montilla, Fernández Vara, Pérez Touriño, Antich, etcétera, no son unos puestos en la ejecutiva federal del PSOE ni unas cuotas de poder orgánico; son intereses socioterritoriales contrapuestos, desequilibrios y disfunciones en el reparto de los recursos públicos, de cuya resolución deberán dar cuenta no ante los militantes, sino ante el conjunto de los ciudadanos de cada comunidad. Por tanto, la apelación a la fraternidad socialista, a la unidad del partido, está fuera de lugar. ¿O acaso es más socialista, más propio de compañeros, el actual modelo de financiación que uno distinto, menos ruinoso para Cataluña?

Aunque la pregunta parezca retórica, hay motivos para sospechar que no pocos la responderían afirmativamente, y no sólo el ya retirado Rodríguez Ibarra. En efecto, cuando exhibe su peso electoral para preservar los propios intereses, la Andalucía de Chaves "hace lobby"; si Cataluña, incluso presidida por un socialista nacido en Iznájar (Córdoba), invoca el Estatuto vigente para reclamar un trato financiero más justo, entonces lo que sucede es que los catalanes amenazan y chantajean, resquebrajan la Constitución y son terriblemente insolidarios. A la satisfacción -incluso con creces- de las reclamaciones económicas de ciertos territorios se la llama "solidaridad"; al mero planteamiento de las aspiraciones catalanas en la materia se le denomina "egoísmo nacionalista".

Cuando Pasqual Maragall hablaba de replantear las relaciones Cataluña-España, de revisar a fondo ambos nacionalismos, cuando propugnaba el protagonismo catalán en la construcción de un Estado federal o aludía a una "España en red" en vez de radial, barones, apparatchiks y corifeos del socialismo español aseguraban no entender nada, desdeñaban esos planteamientos por confusos, ilusorios o irrealizables: maragalladas. Pues bien, a su sucesor José Montilla se le entiende todo; lejos de abstracciones teóricas o arrebatos épicos, lo que el actual presidente denuncia y exige remediar es que -por ejemplo- en 2005 la finaciación per cápita de un ciudadano de Cataluña fue inferior en 422 euros a la de un ciudadano de Extremadura. Sin embargo, la claridad del mensaje no lo ha hecho más simpático al otro lado del Ebro; tal vez al contrario: la apelación directa al dinero ha activado todas las alarmas y desatado todos los prejuicios.

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El artículo que el presidente Montilla publicó en estas mismas páginas el pasado sábado, por otra parte, contenía una interesante advertencia: la de que, si los catalanes no consiguen una fórmula de financiación más equitativa, ello podría alimentar "fenómenos como la Liga Norte italiana". En este país, donde el discurso de la corrección mediática ha dibujado al partido de Umberto Bossi como una simple cuadrilla de fascistas y xenófobos, votados por una masa de energúmenos vociferantes, reconforta que un dirigente de izquierdas admita la existencia, detrás del triunfo electoral liguista, de problemas reales y agravios objetivos. La izquierda italiana está empezando a moverse en la misma dirección y ha puesto ya sobre la mesa el proyecto de un Partito Democratico del Nord...

Hace casi un siglo, durante las primeras grandes campañas del catalanismo político en pro de la autonomía, alguien lanzó desde Madrid una maldad ingeniosa: "Cataluña, dijo, "es la única metrópoli que quiere independizarse de sus colonias". Era una ocurrencia doblemente falsa, pues ni había voluntad de secesión, ni Cataluña tenía a España colonizada. Pero conectaba con un hecho cierto: durante 100 años, los máximos inhibidores del sentimiento independentista catalán han sido el bienestar social y el progreso económico. ¿Está dispuesto el actual Gobierno central a asumir la responsabilidad histórica de haber volado esos diques?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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