_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Hacia el fin de la AP?

Después del horror perpetrado por el terrorismo palestino contra ocho seminaristas judíos en Jerusalén y el horror, comparable y anterior, de los 15 o 20 niños muertos en Gaza por el Ejército israelí, creer que existe un diálogo de paz datado en Annapolis entre el primer ministro israelí, Ehud Olmert, y el presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abbas, sería extravagancia. El líder árabe, de quien el autor libanés Rami G. Khoury afirma que padece "una disfuncionalidad política con niveles históricos de patetismo y tragedia", no puede ignorar que su socio no tiene la menor intención de cumplir la resolución 242 de la ONU, que exige la retirada israelí de todos los territorios ocupados en 1967, y, sin embargo, sigue reuniéndose con el líder sionista como si la vida le fuera en ello. ¿Cuál es, entonces, la política israelí de fondo? Veamos qué dice el primer ministro sionista.

Creer que hay un diálogo de paz datado en Annapolis entre Olmert y Abbas sería extravagancia

"Cada vez son más los palestinos a los que no les interesa una solución negociada sobre la base de dos Estados [palestino e israelí] porque quieren modificar lo esencial del conflicto (...) pasando de una lucha contra la ocupación (...) a otra mucho más popular y en el fondo más eficaz [un solo Estado en Palestina], lo que para nosotros significa el fin del Estado judío" (Haaretz, noviembre de 2003, citado por Jamal Hilal en Palestina: destrucción del presente, construcción del futuro).

Entre 1969, cuando Yasir Arafat asumía la dirección de la OLP, y 1974, el movimiento propugnaba la formación de un Estado único, binacional, democrático -árabe y judío- en todo el antiguo mandato británico de Palestina; en aquella fecha, con la intervención del rais ante la Asamblea de la ONU en Ginebra, se comenzó a hablar de la solución biestatal, dos Estados, uno para sionistas y otro para árabes, y en 1988, en el Consejo Nacional de la OLP en Argel, se oficializaba esa postura, declarando que el Estado palestino podría establecerse en cualquier territorio evacuado por Israel. Los acuerdos de Oslo de 1993 condujeron a una negociación bilateral que debía permitir la creación de una entidad política palestina, que la OLP y más tarde la AP entendían que sólo podía ser un Estado soberano establecido en el territorio no anexionado por Israel, el 22% de 25.000 kilómetros cuadrados. Hoy, 15 años después, todo es retroceso; los atentados y el goteo de cohetes palestinos lanzados desde Gaza sobre poblaciones israelíes contribuyen a la parálisis del proceso, sobre todo porque facilitan a Jerusalén la argumentación perfecta para no negociar, pero sólo la santa infancia podría creer que Israel pretende otra cosa que una retirada-placebo. ¿Cuál es, pues, el juego de Olmert? Separación unilateral o deportación.

La primera consiste en evacuar las ciudades palestinas, de las que las siete mayores albergan la mitad de los árabes de Cisjordania, así como procurar una concentración progresiva de población que aligere de autóctonos los parajes que comuniquen con todo lo que ya está anexionado de hecho, porque cae del lado israelí del muro en construcción; y la segunda, el transfer, que crea unas condiciones insostenibles de vida que acaben por forzar a la emigración, lo que no impide que haya ministros que hasta pidan el traslado manu militari al territorio que evacue Israel, o a la misma Jordania. En resumen, cuánta menos tierra, cuántos más palestinos.

¿Qué pueden hacer la AP en Cisjordania y Hamás en Gaza, ante esa amenaza? Menudean ya los autores, como Khouri, que piden la disolución de la AP y la reconversión de Hamás en un movimiento de socorros mutuos para poner fin a una política que sólo sirve a los intereses de los ultras israelíes. Ambas medidas enfrentarían, en cambio, a Jerusalén a una terrible opción: la retirada a las líneas anteriores a la guerra de 1967, o la anexión de los menos de 6.000 kilómetros cuadrados que ocupa desde entonces, pero junto a cuatro millones de palestinos, que sumados a 1,25 de nacionalidad israelí, serían tantos como judíos, algo más de cinco millones. Y así comenzaría la guerra de los vientres, con lo que al cabo de unas décadas Israel albergaría una gran mayoría de árabes, éstos mucho más prolíficos que los judíos. Pero ocurre que si ese Estado fuera democrático no podría ser judío, y si fuera judío no podría ser democrático.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_