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Columna
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El voto de los obispos

La jerarquía eclesiástica nos recomienda el voto que hemos de depositar en la urna. Y con ello culmina un proceso de implicación política en el que ha actuado sin complejos como ariete de un partido concreto. No parece casualidad que el núcleo duro de este discurso, entre ataques al divorcio o a la homosexualidad, se haya centrado en numerosas referencias a la guerra civil, con renovadas beatificaciones de cientos de mártires. Es cierto que aquéllos fueron tiempos en los que la curia también recomendó quién tenía que gobernar, y el éxito de su sugerencia se mantuvo durante varias décadas. Pero no se pueden olvidar los peligros de que una institución religiosa, de manera opuesta a los principios evangélicos, se identifique de manera escandalosa con una fuerza política, en contradicción con la evidente y sana pluralidad de sus fieles.

"¿No sería más cristiano dejar la campaña electoral en manos de los partidos políticos?"

Debe recordarse que aquella guerra se inició cuando numerosos mandos del Ejército se sublevaron contra el orden constitucional, con una brutalidad sin precedentes, y aplicaron una represión sangrienta que provocó durante los primeros días de la contienda el exterminio de miles de personas, en un modelo de golpe intimidatorio que luego imitaron otros dictadores como Pinochet. La jerarquía eclesiástica bendijo el golpe de Estado y sus más destacados obispos lo bautizaron en seguida como cruzada, en consonancia con su línea anterior de oposición a la democracia liberal y a las reformas sociales. Además, el apoyo de la Iglesia al alzamiento no fue solo verbal, sino que se extendió a la cesión de medios materiales y a las labores de reclutamiento. El conocimiento de los crímenes de los sublevados provocó una reacción desmedida de numerosos incontrolados en la zona donde fracasó la rebelión, que acabaron dirigiendo sus iras contra los sectores que patrocinaban la insurrección, entre ellos la Iglesia, pese a la condena enérgica de estos desmanes por parte de las más relevantes figuras republicanas, como Azaña, Prieto o Peiró. Es decir, el respaldo explícito de la curia a los golpistas, incompatible con los más elementales valores cristianos, convirtió a los religiosos en miembros de uno de los bandos contendientes. Sin embargo, las matanzas ejecutadas por los golpistas se incardinaban en la estrategia de la sublevación y continuaron durante largos años en la posguerra, mientras los obispos llevaban a Franco bajo palio y no formulaban oposición pública al asesinato de inocentes.

Se ha asegurado que la Iglesia no tuvo más remedio que secundar el alzamiento. Pero su actuación pudo ser diferente, como lo atestigua la actitud de algunas personalidades aisladas, como el cardenal Vidal i Barraquer, que se negó a suscribir la carta colectiva de los obispos a favor de los sublevados, al estimar que no era función de la Iglesia avalar a uno de los bandos y que resultaba necesaria la apuesta por la paz y la reconciliación; la conducta de Vidal i Barraquer, propia de un verdadero cristiano, tuvo como recompensa la imposibilidad de volver a ejercer su ministerio en España.

En este contexto, el cardenal-arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, asegura que los mártires beatificados eran inocentes. Y lo eran sin ninguna duda, como tantas víctimas de ambos lados que murieron solo por sus opiniones o creencias. No obstante, con todos los matices que se quiera, no se puede calificar de inocente a la jerarquía eclesiástica, pues debe considerarse culpable a quien alienta un golpe de Estado ilegítimo y contribuye al derramamiento de sangre que le siguió. Es cierto que la culpabilidad en los crímenes contra los religiosos, muchos de ellos de una crueldad sobrecogedora, debe atribuirse a los asesinos materiales. Pero, en un plano distinto, existe también otra responsabilidad moral, la de la cúpula eclesiástica que, con su apoyo a los golpistas, identificó a sus sacerdotes como integrantes de una de las facciones en guerra, de manera contraria a las enseñanzas evangélicas.

Nuevamente, los obispos pretenden eliminar el pluralismo social y alinear a todos sus fieles en una sola facción política. En lugar de actuar al servicio de un partido, resultaría más conveniente que la Iglesia se esforzara en desempeñar un ministerio espiritual activo e independiente en la mejora de las conciencias morales de todos los ciudadanos, el cual podría resultar sobradamente beneficioso en una época de incertidumbres éticas como la presente. Y ello guarda poca relación con las cuatro banderas enarboladas en los últimos años, las cuales afectan únicamente a antiguos prejuicios y no a los verdaderos problemas morales que inquietan al ser humano actual. La opción elegida parece que seguirá provocando más bancos vacíos en los templos, nuevas declaraciones de apostasía y el creciente descrédito social de la Iglesia que se detecta en los estudios de opinión. Por cierto, el arzobispado de Valencia construye un faraónico templo en honor de los mártires de la guerra civil ¿No sería más cristiano, además de honrar legítimamente a los mártires propios, enmendar también el silencio del pasado y erigir un templo dedicado a la reconciliación y a todas las víctimas de la contienda? ¿No sería más cristiano dejar la campaña electoral en manos de los partidos políticos y dedicarse a predicar auténticas alternativas espirituales que favorezcan la concordia entre los ciudadanos?

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Ximo Bosch es juez.

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