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LA CRÓNICA
Columna
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Sants, 21 de diciembre

Fui ayer a la estación de Sants para comprobar que todo estaba en su lugar, es decir, fuera de su lugar. Como recordarán, Zapatero prometió que hoy el AVE llegaría a la estación y por fin el orden reinaría sobre el caos. No hay nada que temer, hay caos que se resisten a todas las promesas, las pronuncie quien las pronuncie. Barcelona cuenta con varios de estos maelström con vida propia que ya forman parte de su idiosincrasia: la plaza de Lesseps, la de las Glòries, la de los Països Catalans (siempre plazas: la patología es severa). La de los Països Catalans llevaba la provisionalidad escrita en la frente desde su misma inauguración, en 1983. Se cuenta, en efecto, que Alfonso Guerra pasó un día por allí y al ver las pérgolas minimalistas de Albert Piñón y Helio Viaplana preguntó si se estaba construyendo una gasolinera. Y así fue como, con una sola pregunta, puso en cuestión la microcirugía, la sorgidora, la monumentalización de la periferia y demás conceptos arduamente elaborados por el primer Ayuntamiento socialista.

Pero Guerra ya no preguntaría ahora por una gasolinera, sino, como mínimo, por una central nuclear, tal es el movimiento de tierras a uno y otro lado de la estación, con peatones cambiando cada día los circuitos de fortuna, que zigzaguean entre grúas, excavadoras, taladros, vigas, zanjas y vallas. Ningún otro lugar de Barcelona se parece tanto a Estambul como éste. El paseo de Sant Antoni tiene más de circuito de cross o de rally sobre suelo deslizante que de paseo propiamente dicho. El caos de la plaza de Sants es hipnótico, como las olas del mar. Más allá, entre muros de hormigón, se divisa la zona de soterramiento de las vías, una gran fauce abierta del Hades, "lasciate ogni speranza voi ch'entrate". Pero no, el poema del lugar no lo pone Dante, sino los okupas en la medianera de Can Vias, próximo pasto de la piqueta. Consiste en una invitación a apretar los dientes y los puños, a tomar aire y abrir los ojos, y concluye con un grito casi satánico: "Deixa't anar, dóna't tot tu!". Un rostro alucinado que recuerda a los de Kokoschka refuerza el dramatismo del verso. Acaso no hay otra forma de encarar este paisaje duro, brutalmente urbano, condenado a la reforma sin principio ni fin, relegado a una provisionalidad eterna. "Adif, unimos destinos", reza el logo de los señores de la obra, y parece como si sobre nuestras cabezas se cerniera una amenaza bíblica.

Seguimos sin fecha para la llegada del becerro de oro al tabernáculo de Sants. La ministra lo explicó el miércoles, con el salero previsto: "Son previsiones y se cumplen o no en función de muchas cosas". Di que sí. Pero aún Magdalena reservó su virtuosismo para la coda: "La infraestructura se pondrá en servicio cuando acaben los trabajos". Pues vale. Pero hay condenas a perpetuidad, no se le olvide a la ministra.

En el interior de la estación se respiraba la destreza de los habitués para sortear las ruinas. Nada hay más parecido al agua que un ciudadano: cuando no puede pasar de frente, lo hace por el lado. La gente discurría por los márgenes de una exposición del Adif instalada en una caseta en medio del vestíbulo principal. Era como un oasis, la promesa de un mundo ferroviario feliz en medio del desierto. En un panel se podía leer el decálogo de la empresa estatal, que incluía entre otros puntos: "Asegurar el interés público. Satisfacer necesidades sociales. Conseguir la eficacia global del sistema ferroviario". ¿Es la propia ministra quien se encarga de la redacción?

El caos sigue pues en su lugar, y el orden, sin fecha concreta de llegada. No hay ningún motivo para la alarma. Porque, efectivamente, el día en que Sants, las Glòries o Lesseps estén acabadas, para mí que sonarán las trompetas del Apocalipsis y plagas terribles se abatirán sobre la ciudad.

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