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Columna
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La mujer morena

Subastaron en Londres el miércoles un cuadro de Julio Romero de Torres, perdido a pesar de que corrió muchos años en billetes de 100 pesetas. La Fuensanta salió a subasta en 600.000 euros y casi duplicó su precio, hasta 1.173.375. Se había esfumado en 1930, después de una exposición del pintor en Sevilla. Romero, además de papel moneda, iba a ser una serie de sellos de correos en 1965, y publicidad de comestibles, bebidas y artículos para cazadores, calendario de bar, ese reino de hombres, pintor de mujeres. "Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena", dice el pasodoble. Probablemente sea mala pintura, de muy mal gusto, pero tiene el gusto de las cosas que nos dan nostalgia.

Todas las mujeres que pintaba eran el mismo emblema, la feminidad andaluza o la españolidad femenina, criaturas embutidas en una línea oscura que las aísla y las empotra en el cuadro como en una hornacina religiosa, en eterna pose para un fotógrafo antiguo. Es pintura literaria, de emoción de noche teatral. Pintaba vividoras del amor, el poema de Córdoba, la musa gitana, la monja, la niña de la saeta, la Sibila de las Alpujarras. Recibía muchos encargos, de España y de América. Lo visitaba el rey en su estudio. El cuadro perdido reapareció en la casa de un abogado argentino, según contaba el otro día en este periódico Antonio Jiménez Barca, y Mercedes Valverde, directora de los museos municipales de Córdoba, examinó La Fuensanta en Buenos Aires y confirmó su autenticidad.

Hay algo muy atractivo en la misteriosa fealdad de Romero de Torres, muy novelesco, ahora con ese cuadro fantasma que, sin original, sólo circuló en millones de copias, billetes de 100, copias de una copia fotográfica. El pintor fotografiaba sus cuadros antes de venderlos. El italiano Giovanni Boldini, retratista de infantas españolas, nobles inglesas y francesas, millonarias de cualquier nacionalidad, era aún más fetichista con su obra que Romero. No practicaba el hieratismo de cartelón ferial del artista cordobés. Les pedía a sus modelos que se movieran por el estudio, vivas, y, cuando retrató a Emiliana Concha de Ossa, le gustó tanto el cuadro a Boldini que, como confesó más tarde, se quedó el original y entregó una copia.

¿Era una copia la copia pintada por el propio Boldini? Otro italiano fabuloso, Giovanni Morelli, médico y patriota, inventó un método para distinguir originales: no se fijaba en los grandes rasgos de estilo de los artistas, sino en detalles mínimos, la estructura ósea de los dedos, las uñas, el pelo, las aletas de la nariz, las orejas, los pies, quizá los zapatos de tacón de las mujeres de Romero de Torres, aunque no se le ven los pies ni a las orejas a la señora del cántaro (la modelo era una niña de 16 años) del cuadro subastado en Londres ahora. Morelli, a quien han comparado con Sherlock Holmes (Freud comparó el método morelliano con las técnicas del psicoanálisis) se falsificó a sí mismo: se presentó como Ivan Lermolieff, nombre ruso que creó combinando las letras de su nombre.

Los cuadros perdidos son una fuente de fábulas, y alguien podría escribir una novela de dinero y posibles falsificaciones siguiendo la historia de La Fuensanta, desde que el cuadro se vendió en Sevilla en 1930, hasta la compra en 1994 por el abogado argentino y su subasta londinense en 2007. Leonardo Sciascia, en un apunte de Negro sobre negro, esbozó una novela sobre el retrato que Boldini hizo de la noble de Palermo Franca Florio, expuesto en la Bienal de Venecia de 1903. El retrato no le gustaba al marido, que quería borrar el movimiento serpentino de las caderas. Entonces el cuadro pasó al barón Rothschild, y fue requisado por los nazis, y se perdió. Volvió a aparecer con la mitad inferior cortada, como si el saqueador alemán hubiera cumplido la voluntad del señor Florio.

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