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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Malestar de los nacionalismos periféricos

Josep Ramoneda

LOS PARTIDOS nacionalistas moderados de Cataluña y el País Vasco viven momentos de crisis. Es ya un tópico, y como todo tópico resulta sospechoso, que CiU ha desempeñado un papel muy importante en la gobernabilidad del país. Pujol asumió el principio de conllevancia en las relaciones entre Cataluña y España evitando cualquier opción que pudiera llevar a situaciones conflictivas sin salida. Estadista de día y tribuno nacionalista de noche, Pujol hizo que la voz de Cataluña se oyera sin poner nada en peligro, al tiempo que daba el alpiste espiritual necesario a los suyos para que aceptaran las rugosidades de la realidad como un destino. Más complejo ha sido el papel del PNV, sólo interpretable desde la vieja cultura jesuítica del poder. PSOE y UCD cayeron en la trampa, en las primeras elecciones, de que sólo el PNV podía resolver el problema del terrorismo. El PNV se ha alineado con el PSOE o con el PP cuando le ha convenido. Y ha actuado con manifiesta deslealtad en algunos casos, por ejemplo, en la tregua de Lizarra.

La actual crisis del PNV lleva todos los signos de identidad de aquella casa. El PNV es un complejo de intereses y sensibilidades políticas diversas, repartidas desigualmente por el territorio vasco, lo que conduce, a menudo, a los choques entre facciones. El monopolio del poder vasco ha sido su mejor soldadura y, sin embargo, no ha sido suficiente para evitar alguna crisis sonora. Siempre que algún dirigente ha querido colocar al PNV en los rieles de un centro-derecha moderno, capaz de contemplar con escepticismo y distancia los fundamentos ideológicos del legado de Sabino Arana y de abandonar cualquier ambigüedad en la relación con la izquierda abertzale, se ha producido el conflicto. Josu Jon Imaz representa el proyecto más serio de superar la querencia ideológica por las verdades nacionalistas eternas y de imponer una estrategia realista que evite procesos innecesarios que sólo provocan desgaste y frustración, como el plan Ibarretxe. Imaz abandona porque ha comprendido que no había una mayoría suficiente que soplara en esta dirección.

Distinta es la crisis de CiU, fruto de tres factores: el fin del pujolismo y del monopolio del catalanismo, la pérdida del poder y la inestable estabilidad de una federación a la que Duran Lleida, para hacerse un hueco en los medios, necesita poner siempre bajo peligro de ruptura, sabiendo perfectamente todos, incluido él, que ésta jamás se producirá. CiU tiene que escoger entre aceptar el papel de centro-derecha que le corresponde frente a un Gobierno de izquierdas o buscar la reconstrucción de una mayoría nacionalista, sea en clave sociovergente o en clave soberanista. Duran Lleida ha escogido hace tiempo: apuesta por un partido de derecha cristiana, capaz de romper el tabú catalán sobre el PP y aliarse con él si fuera necesario, como ya hizo Pujol, pero con una polivalencia suficiente para pactar, siempre coyunturalmente, con quien sea necesario. Duran quiere ampliar clientela en los sectores conservadores moderados que sienten pánico a cualquier signo de radicalización nacionalista porque piensan que puede poner en peligro el negocio. Unió sabe lo que quiere, el problema es que no tiene fuerza para conseguirlo. Y por eso la pelea familiar nunca acaba en divorcio.

Más complicada es la situación de Convergència, desconcertada por la pérdida del poder y con su líder tocado por no haber conseguido la púrpura suprema, a pesar de su ventaja sobre el segundo clasificado en las elecciones. La pérdida del monopolio del nacionalismo se hace insoportable para unas bases que estaban convencidas de que Cataluña eran ellos. Artur Mas se mueve entre dos fuegos: la presión soberanista de quienes no soportan que Esquerra Republicana les haya quitado alguna bandera y la tradición moderada de la casa y de buena parte de su electorado. En esta encrucijada opta por el discurso de la refundación catalanista. Un guiño a los sectores más nacionalistas del PSC para crear lo que Artur Mas y José Luis Rodríguez Zapatero querían, y José Montilla y Josep Lluís Carod Rovira frustraron: una entente en el área central de la política catalana. En este caso no se trata de una alianza de partidos, sino de un movimiento que arrastre a una parte del partido socialista, al que Pasqual Maragall dio credibilidad en un primer momento, con su obsesión por un partido demócrata a la americana. La propuesta y los discursos que la acompañan hacen difícil evitar una sensación: se trata de una reacción de clase e identitaria de unas familias y un sector social catalán que no soporta que nos gobierne una mezcla de charnegos, menestrales y payeses, con los nuevos inmigrantes al fondo. El mapa político catalán vive cierta crisis fruto de las dificultades de unos y otros para asumir el pluralismo identitario.

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