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La primera Diada del presidente Montilla
Columna
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Primera comunión

La televisión, claro. La cascada, el lago y la explanada de la glorieta junto a la que fue asesinada la transexual Sonia en 1991 configuran un plató razonable. La avenida dels Til.lers que se inventó Maragall tenía serios problemas de fondo. Ya lo de avenida es como una rémora del pasado: uno antes o después acaba pensando en la República Democrática Alemana, cuando la política de la imagen de hoy no es cinematográfica como entonces, sino televisiva, a una distancia como la que va de Honecker a Sarkozy. De manera que ahí tienen al pequeño país cada Onze de Setembre en busca de su propio look, de su perfil bueno que aún no sabe cuál es a pesar de aquel imponente "Ja sóc aquí!" pronunciado hace ahora (octubre) 30 años. El de este año es un look de primera comunión: en efecto, ante la cascada de la Ciutadella, a la sombra de la cuadriga triunfal y de la Venus que emerge de la concha, solían retratarse en los años sesenta -la época en que Montilla llegó de Andalucía- las niñas con velo, zapatos de charol, misal de nácar y rosario, y los niños de marinerito.

Como en todo plató, hace un calor infernal. La avenida ventila, diluye, acaba disolviendo los excesos a fuer de oxigenación. La plaza concentra, acalora, consume aire a bocanadas. Los focos la ponen como una olla exprés, lo cual no quita que el producto final lleve escrita en los huesos la frialdad de la escaleta, la sucesión cronometrada de imágenes, los sonidos hibernados como la narración de la locutora, pura neutralidad institucional recién salida del congelador.

Es una mezcla rara de frío y calor sucesivos e inmoderados. Top. Ataca la cobla la Marxa solemnial de Josep Serra. Top. Desfilan los mossos. Top. Etcétera. (Pronúnciese el todo, a ser posible, con tono gangoso). Y así hasta 30 minutos después: las programaciones están muy medidas (por la publicidad). Mientras, el público del plató se calienta, se fríe lo justito para silbar a Miguel Poveda y provocar la reacción contraria. Todo lo engulle el monstruo catódico.

Puestos en el espectáculo, la versión de Els segadors de Salvador Mas retoma la síncopa del "bon cop de falç!" abolida por Ros Marbà. De nuevo, como en el homenaje a este último director en el Auditorio la semana pasada, Toldrà y su brillante sardana orquestal Empúries. Nada de Mompou. Y Maria del Mar Bonet y Poveda, una fusión no por sobadamente alabada menos intensa y brillante. Al final, el Cant de la senyera, de la cual a duras penas nos sabemos el estribillo.

Lo peor fue el final. Media hora por la tele es interminable, pero en el plató pasa volando. Luego había una teórica ballada de sardanas y la señora bien calzada se aprestaba a bailarlas. Tocaron sólo tres, no las prescriptivas seis de las ballades. Y en la última la Cobla Sant Jordi-Ciutat de Barcelona cortó la repetición, lo que impidió a los bailarines gritar "Visca!" cuando toca. Por donde pasa la televisión no crece la hierba. Hace siempre demasiado frío o demasiado calor.

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