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Esparta y Síbaris

Bernard Rudofsky quiso ser espartano y sibarita. El arquitecto vienés está hoy casi olvidado, pero su empeño en reconciliar laconismo y sensualidad es más pertinente que nunca. En un planeta consciente de sus límites físicos, la voluntad de hacer compatible la reducción del consumo con la multiplicación del placer es la piedra angular de un programa político que sea al mismo tiempo un proyecto vital.

Fernando Savater asegura que la felicidad reside en reunir unos gustos sencillos con una mente complicada, y es posible que esa conjunción de austeridad y refinamiento no ande muy lejos de la propuesta de Rudofsky, propagandista tenaz de la necesidad de conciliar disciplina y hedonismo, dos polos de referencia que imaginó ejemplarmente materializados en la arquitectura japonesa y en la mediterránea.

Esos universos formales y sensoriales inspiran el conjunto de una obra que se extiende desde el diseño de moda hasta la crítica de la vida cotidiana, y que este verano se recuerda con una exposición en Montreal mostrada antes en Viena como fruto tardío del centenario de Rudofsky en 2005.

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Lo mismo que su contemporáneo Bruno Taut, admirador devoto de la elegancia exacta de la casa japonesa, Rudofsky halló en la construcción vernácula y en los rituales domésticos de Japón manifestaciones rigurosas de la ética del despojamiento y la estética de la sensualidad que juzgaba inherentes a la sabiduría vital, y no muy diferente fue su percepción de las arquitecturas autóctonas y de la indumentaria tradicional del mundo mediterráneo, de la casa-patio a las túnicas o las sandalias, expresiones todas de una relajada joie de vivre, tan escueta en sus medios como inagotable en sus encantos.

En 1938 escribió su primer artículo, bajo el lema "lo que hace falta no es una nueva forma de construir, sino una nueva forma de vivir", y medio siglo después volvió a utilizar esa frase programática como subtítulo de su última exposición, Sparta / Sybaris, que se inauguró en su ciudad de origen un año antes de su desaparición en 1988, y donde el baño colectivo, el retrete de meditación o los futones nocturnos japoneses se fundían con las referencias míticas del Mediterráneo.

Fue precisamente cerca de este mar donde entre 1969 y 1971 levantó su última obra, una casa entre olivos en la malagueña Frigiliana, no lejos de Nerja, que habitaría con su mujer Berta durante los veranos de las dos décadas finales de su vida.

Construida con sobria naturalidad sobre una cresta a tres kilómetros de la costa, y desplegada en el terreno con pérgolas y porches, la que llamó La Casa carecía de teléfono, radio o televisión, pero a cambio albergaba obras de una pléyade de amigos artistas y arquitectos, desde Calder o Christo hasta los Eames o Le Corbusier. "La hice pensando en el verano", escribía Rudofsky al escultor Isamu Noguchi, y es en efecto en el tiempo detenido del estío cuando la casa expresa mejor su condición de manifiesto por una vida lenta y placentera, huérfana de los triclinios o los tatamis de sus exposiciones más exóticamente provocativas, pero no menos seductora en su defensa distraída de una existencia epicúrea, tan exigente en la búsqueda de una simplicidad esencial como amable en el disfrute de los placeres de la piel.

La generación de Rudofsky quedó marcada por la experiencia devastadora de los totalitarismos, y por las reacciones ensimismadas de refugio en el ámbito privado. Exactamente su misma edad tenían arquitectos como el nazi Albert Speer o el comunista Juan O'Gorman, autores ambos de una obra militante, pero también otros como el exquisito Carlo Mollino, que dedicó su talento a los clubes de equitación, las estaciones de esquí y los clubes nocturnos, además del erotismo fetichista en el diseño de muebles y la fotografía de voyeur.

Rudofsky supo hallar un camino intermedio, alejado a la vez de los mesianismos regimentados de las utopías políticas y del enclaustramiento en recintos de intimidad o entretenimiento. Su austeridad sensual, que se extendió al diseño de las famosas Bernardo Sandals, combinaba la desnudez escueta de lo vernáculo y lo moderno con una exaltación del confort natural y el hedonismo espontáneo, lindante con la perversión en las cadenitas ocultas que unen rodillas y tobillos dificultando la marcha e incrementando la percepción del cuerpo, una propuesta de juguete sexual que, como subraya su biógrafo Andrea Bocco, antecede la moda sadomasoquista del piercing y las muy similares creaciones contemporáneas de John Galliano.

Para muchos, Rudofsky es únicamente el autor de Arquitectura sin arquitectos, la exposición de fotografías de construcciones autóctonas que tras su inauguración en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1964 viajó a más de 80 ciudades en los 11 años siguientes, vendiendo más de 100.000 ejemplares de su extraordinario catálogo.

Sin embargo, el defensor de la lógica y la belleza de la arquitectura espontánea -que documentó a través de sus innumerables viajes y largos periodos de residencia en diferentes países- fue también constructor de casas admirablemente habitables, diseñador de indumentaria ad lib y reformador de los usos domésticos, amén de muy dotado fotógrafo y dibujante.

Quizás, ante todo, Bernard Rudofsky fue un filósofo moral, proponente persuasivo de un sibaritismo espartano que puede todavía inspirarnos, singularmente en estos días de verano que invitan al retorno hacia los placeres primeros. En un mundo de recursos menguantes y calor creciente, disfrutar de lo sencillo puede llegar a ser más una necesidad que una elección.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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