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Columna
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Un sueño en la piel

Hay que ir a ver, escuchar y bailar el concierto de Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina. Es muy difícil que nadie nos cuente lo que pasa en el escenario, la emoción que sube desde el ruedo hasta las gradas de la plaza de toros, la complicidad de miles de personas que dejan de ser extrañas y parecen reconocerse. La mejor definición de un artista es su público, y el público de Serrat y de Sabina llega a definir de un tiro a estos dos pájaros, sobre todo cuando se encuentra con él mismo, cuando todas las caras resultan conocidas, cuando parece que todo el mundo ha vivido en la misma ciudad, en los mismos bares, en las mismas canciones. Uno vive en las canciones, porque las canciones necesitan de uno para vivir y para ser algo más que una letra y una partitura. Llevamos las canciones al registro de la propiedad, pedimos a las noches sin fondo que hagan de notario, amueblamos la cocina y los dormitorios de cada verso, compramos las sábanas para los estribillos y convertimos las palabras y la música en un domicilio particular. El público de Serrat y de Sabina se reconoce entre la multitud porque, pese a tener diferentes edades, ha formado parte de la misma pandilla. Mientras todo el mundo corea una misma canción flota en el espectáculo la alegría de los encuentros, el abrazo de la memoria, un yo a ti te conozco propio de los que fueron al mismo instituto, militaron en una clandestinidad compartida o se apoyaron durante muchas madrugadas en la misma barra. Antes de empezar el concierto se discute con morbosidad apacible sobre quién gustará más, que si Serrat, que si Sabina, que si el catalán, que si el andaluz. Pero en cuanto suena la música, y Serrat nos devuelve al sacristán y al cabo de un pueblo blanco colgado en un barranco, y Sabina cambia de escalera y nos sienta en un rincón de la calle melancolía, las discusiones quedan reducidas a ese tipo de público que un día fue partidario de Julio Iglesias o de Raphael. Los demás nos encontramos con nuestra historia, con lo mejor de nuestra historia, con un pasado lleno de vitalidad presente.

La promoción de Dos pájaros de un tiro ha resultado muy notable, podemos decir que exhaustiva. Los discos especiales, las entrevistas, los numerosos reportajes pueden dar la impresión de que ya nos sabemos el concierto, de que no hace falta salir de casa para acercarse a una historia demasiado conocida. Se trata de una impresión falsa. Cuando se celebraron los homenajes institucionales de García Lorca y Cernuda, hubo quien pensó que después de tantas noticias iba a ser difícil volver a la emoción de los poetas. Pero los dos poetas son demasiado fuertes, guardan demasiada verdad, y sus versos se imponen por sí mismos en cada lectura. Lo mismo está ocurriendo con Joan Manuel y Joaquín, y con la gente que se reconoce en sus canciones y participa de un espectáculo bien construido, lleno de bellas imágenes, de fuerzas compatibles, de complicidades con instinto de equilibrio. Mis lectores pensarán que no soy un cronista imparcial, porque saben que Joaquín forma parte de ese grupo de amigos que me ayudan a cruzar las nubes negras y me hacen partidario decidido de la alegría. No es eso. Mi parcialidad viene del concierto, del escenario, del público, de la gente que se mira y se reconoce en una historia, del saber que mi niñez sigue durmiendo en una arena precisa, que mi adolescencia tuvo mucho de soñador con el pelo largo, y que mi juventud se llamó Machado y libertad frente a los hombres de traje gris, y luego soledad, y luego comprensión para la gente que busca el Mediterráneo en un vaso de ginebra. Ahora que los otoños nos doran la piel, cuando hay tantas deudas en el bulevar de los sueños perdidos, está bien sentirse orgulloso de un público, de una parte de la historia reciente de nuestro país, y de las voces que han sabido darle su palabra y su música. Ayer estuve en Algeciras escuchando a Joan Manuel y a Joaquín. Hoy me he levantado con resaca, pero con ganas de poner a su nombre todas las olas del mar. Podemos sentarnos a silbar nuestra melodía. Estamos vivos y coleando.

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