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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cajero y yo

Ayer, en una sucursal bancaria de la calle de Calvet de Barcelona, celebré el 40º aniversario de la instalación del primer cajero automático. Con la solemnidad que requería la efeméride, y por todo lo alto, realicé un reintegro de 60 euros y saqué dos entradas para una película de terror. Era un ejercicio de normalidad cotidiana que en España empezó en una sucursal del Banco Popular Español, en Toledo, en 1974. Siete años antes, el Barclays Bank de Londres había conseguido llevar a cabo el proyecto diseñado por John Shepperd-Barron, un ingeniero que por aquel entonces trabajaba en una empresa de impresoras. La leyenda cuenta que la idea se le ocurrió estando en la bañera, pero todo apunta a que, como ocurrió con la famosa manzana de Newton, no tardará en aparecer algún resabido con pruebas irrefutables para desmentirlo.

Sin embargo, ayer eché de menos un recordatorio en la pantalla, alguna fotografía de John y de su bañera y la posibilidad de enviarle un mensaje de felicitación.

Lo cierto es que la integración de este robot bancario a nuestra vida ha sido un éxito rotundo, pese a que las primeras veces que lo utilizamos tuvimos toda clase de dudas. La primera: temíamos que el cajero se quedara con nuestra tarjeta o con la libreta (con la tarjeta era más emocionante porque podías dejarte llevar por esa noble, adictiva y embriagadora práctica del débito a crédito). Segunda: temíamos que no nos diera lo que le pedíamos. Las dos cosas, por fortuna, acabaron ocurriendo menos veces de lo que habíamos imaginado y el cajero dejó de ser un prodigio tecnológico incomprensible para transformarse en un acompañante al que, cual confesor, se acude en momentos de apuro.

Por la mañana, a eso de las ocho y algo, muchos cajeros se recargan, y se oyen en su interior respiraciones y algunas voces que no debemos atribuir a ningun fenómeno paranormal, sino al lógico y deseable mantenimiento. Como cubículo, el cajero también ha tenido usos colaterales a su función primigenia. Las cámaras de seguridad han recogido imágenes en las que puede verse a un terrorista antes de poner una bomba, a un atracador cometiendo un delito, a tres cocainómanos turnándose para meterse una raya expandida sobre la pantalla o a unos asesinos rociando con gasolina a una pobre mujer vagabunda para luego prenderle fuego. El cajero, pues, se convierte en un elemento del paisaje convencional, pero también del noticiable, y es una lástima que no puedan hablar para contar todo lo que han visto. Probablemente no existe mejor detector de personalidades que un cajero que interprete, a través de cómo pulsan sus teclas, las peculiaridades emocionales y existenciales de los usuarios (incluyendo esas bandas organizadas que aplican una cirugía informática encaminada a copiar los códigos secretos de acceso a las cuentas).

Si repasamos nuestra biografía particular con los cajeros, encontraremos algunos momentos curiosos. Algún intento de atraco, salvado in extremis gracias al cierre de la puerta o con consecuencias de pánico e inestabilidad, o la incomodidad de sacar dinero mientras, a tus pies, un vagabundo ronca ruidosamente bajo una manta de cartones. Hay quien ha suspendido por completo su relación con el personal de las oficinas y domina todas las prestaciones y conoce las diferencias entre los cajeros de Servired, de 4B o de Euro6000 y sus temibles comisiones.

Puestos a contribuir a este aniversario, recuerdo el día en que se pusieron a la venta las entradas para el partido de homenaje a Johan Cruyff. Fue un partido tan polémico, siempre a punto de suspenderse hasta el último minuto, que cuando los telediarios informaron de que se ponían a la venta las entradas, se produjo un colapso informático de tres pares de testículos. Durante unas horas, las líneas se colapsaron. Los cajeros a duras penas podían ofrecer algo más que un escueto y exasperante mensaje: "Operación no disponible". No daban abasto. Intenté sacar unas cuantas entradas varias veces y, pese a mi insistencia, no lo conseguí. Hacia la una de la madrugada, en el cajero automático de la plaza de Adriano, me puse a la cola para intentarlo de nuevo, aunque con cierta resignación. Delante de mí había un anciano, en pijama, bata y zapatillas, completamente fuera de sí, que la emprendía a insultos con el cajero. Quería unas entradas para el partido homenaje a Cruyff y no atendía a razones. Hablamos y me solidaricé con su indignación. De repente, el cajero dejó de repetir su cantinela de "Operación no disponible" y emitió un ruido indefinido que ambos interpretamos como una inequívoca señal de esperanza. "Et juro que si no em donen les entrades ara mateix, demà trec tots els meus estalvis", dijo el anciano con una convicción contagiosa. Le creí, por supuesto, y el cajero también debió de captar la amenaza ya que, unos segundos más tarde, empezó a escupir los boletos amarillos que tanto le había costado conseguir.

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