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Columna
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Por los meandros de la vida

No sé cómo empezar. Esto de amar es complicado cuando se conjuga en papel escrito. Hay verbos que una va respirando como si fueran una acción inconsciente, una inercia. Y, sin embargo, son el oxígeno de la vida. Sin ellos, circulamos por el camino trazado, pero con menos calidad, con más soledad, con infinita tristeza. Ahí están, formando parte de nuestra gramática de la felicidad. Somos, en parte, porque amamos. Sin embargo, del ser al saber, y del saber al decir, hay tanto trecho, tal extraño pudor, que vamos por la vida amándonos sin osar decírnoslo a la cara. Quizá, sin recordarlo. No. No me refiero al amor de pareja. Ese tiene más recorrido verbal, y tanto recorrido musical, que una siempre puede acudir a un magnífico bolero para salir del apuro. Los Panchos siempre hablarán por nosotros. Y después, cuando el amor se rompe, siempre nos quedarán los tangos. Pero el otro amor, ese que nace de la raíz misma de la vida, anterior a nosotros mismos, surgido de la intensa intimidad que os unió y nos forjó, ese no es fácil. Dicen que la palabra más bonita del diccionario es madre. No sé. La encuentro algo dura, pero en la boca de un niño balbuciente que empieza a formular sonidos, es pura poesía. Sí. Hablo de ellos, esos magníficos gigantes que construyeron espacios de belleza en el comedor de casa, surgidos de los tiempos de otras durezas y otros retos. Hoy, los míos, como algunos, los pocos, llegan a la meta de los 50 años juntos, y el día se viste de fiesta, la familia revolotea a su alrededor, excitada, sobrecargada de la emoción que, por un momento, no esconde. Mirándolos, parecen tan bellos. Tan verdad. A veces, como despistados, los observamos desde las atalayas de nuestra sana envidia, esos detalles de uno con el otro, un gesto sutil, una caricia... Me impresiona su delicadeza. Ya saben. Puede que sean tímidos y la edad los hace inevitablemente gruñones, pero si el amor tiene copyright, lo inventaron ellos. Y sí, se quejan, el colesterol, las rodillas, los olvidos de siempre de uno para el otro, esa fecha que nunca recordó, esas palabras que nunca dice, pero son duros de pelar, gente de piel adentro, de alma recubierta de esparto y cuero, tan resistente para la lucha, como vulnerable para la ternura. Se multiplican juntos, y la vida sin el otro es la antesala de la muerte.

Nosotros, ahí estamos, espectadores del amor que se tienen, fruto de esa construcción de persistente convivencia que ha sido nuestra primera escuela, nuestro primer reto. Observo los preparativos del día de fiesta. Los hijos, los nietos, la familia al completo, todos como niños inventando detalles, comprando regalos, buceando en los álbumes familiares con la vana intención de resumir una vida. Alguien tiene la intención de leer unos poemas, y todos sirven, malditos poetas, pero ninguno es su poema. Nosotros, que fuimos a las universidades que ellos nos sudaron con sus ganas de posguerra y racionamiento, y que hemos leído los libros que ellos nunca leyeron, y que somos algo listos y vamos algo sobrados, nosotros, de golpe, ¡qué pequeños ante ellos! Esta gente vivió la guerra, y aquí están, ganando cada día las batallas. Los recuerdos... La memoria es un cajón de sastre, todo mezclado, las ausencias que aún causan herida, tantos caídos por el camino. Las presencias que se han multiplicado con los años, confirmando que la alegría y la tristeza son compañeras de viaje. Dicen que la vida siempre gana, pero la memoria guarda fidelidad a los derrotados, los que ya no están, los nuestros que se fueron.

Pero hoy es fiesta. El día se ha levantado con la cara lavada, los labios pintados, las faldas de las niñas volteando por sus esquinas. Es un día bello porqué es un día feliz. Y la felicidad, esa conquista duramente buscada, ese éxito de la complicidad, es indómita en la guerra del tiempo, una luchadora. Hoy vamos a devorar a la vida con su aliento. Es su momento y su tiempo, se lo debemos, lo queremos, lo deseamos, porque 50 años juntos no son una vida, son nuestras vidas, el reflejo de lo que un día nos construyó. Gracias. Ya sé, ya. Los padres son eso, lo más sólido que tenemos, la red de protección cuando caemos, la escuela de la convivencia, el primer diccionario del amor. El primero y el último. Sin embargo, nos cuesta decirles que los amamos, que la idea de la vida sin ellos, es un dolor agudo, un bisturí, y que tendrían que portarse bien y convertir el tiempo en un chiclé. Oigan ustedes, padres, no nos fallen. Alarguen el tiempo. Porque sin ustedes, ¿cómo les diría yo?, somos unos náufragos.

Gracias, pues. Hoy puede ser un gran día para darles las gracias. Por las horas extras que aún hacen, vigilantes de nuestras debilidades, nuestros rotos diarios, nuestros miedos y nuestras caídas. Por no haber fallado nunca en el grito de un dolor, en el susurro de un lamento, en el llanto. Por haber compartido lo bello, multiplicando la emoción. Por los consejos, tantos, que se acumulan en el córtex y guían, silenciosamente, las dudas de la vida. Por haber reído con nosotros. Por no recordar ni un solo instante importante, donde no estuvieran, presencia bella, segura, profunda. Ancla a la que amarrar los sufrimientos, pero también gozar de las alegrías. Uf, los padres, los amigos fieles, los correctores, los quejíos, las muletas, ese caudal inacabable de amor, que los muestra tan bellos y tan grandes. En este día de luz, desde este rincón asustado y algo impúdico, les digo que les quiero. Felicidades, niños grandes.

www.pilarrahola.com

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