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Columna
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Liberación nacional

Sucede los viernes y los sábados. Al caer la noche, un ejército de jóvenes sale de sus casas, uniformados por Inditex. La mayoría han sido convocados por mensajes de móvil. Se arreglan, dejan ordenada la habitación, y con un beso se despiden de sus padres y de una semana de trabajo duro, estudiando para ser alguien o siendo nadie en una oficina, una caja de supermercado, un banco, un tractor. Han sido buenos chicos y, acabemos, tienen ganas de salir. Cogen el coche y se van. Comienza la lucha por el derecho a la fiesta, como cantaban los Beasty Boys, de aquellos que viven en el rural.

En la lucha dejan sus mejores años, que cada vez empiezan antes y terminan más tarde. Reconozcamos que es una lucha placentera, asequible y además muy necesaria: la vida en nuestros pueblos y aldeas es, por suerte, tan monótona como en la mayoría de pueblos y aldeas occidentales, tal vez con la salvedad de que aquí nace menos gente, pero también con la ventaja de que lo que queda toca a más. Razón suficiente para ir a celebrarlo: con 50 euros en el bolsillo ya podemos tener una liberación más que aceptable. También la merecemos. Somos majos, inteligentes, más cultos que ninguna generación anterior. Nos portamos bien, pero necesitamos un par de cosas para sobrellevar nuestra existencia periférica. Una, el coche. Dos, bailar desaforadamente en una pista, meternos mano en un aparcamiento. Tres, tomar muchas copas por si nos cuesta acometer el punto dos. Socializar con los vecinos y compañeros de clase, o bien escapar de ellos hacia a la capital más próxima buscando música petarda y un cuarto oscuro. Ser hedonistas y pijos por unas horas antes de que el 206 GTI se convierta en calabaza a la mañana siguiente y nosotros en los currantes de la paila que nos resignamos a ser entre semana.

Jóvenes aunque sobradamente motorizados. Nuestros padres han trabajado toda su vida para sacarnos adelante y que no nos falte de nada. Para que sus hijos estudien y no se tengan que dejar la piel como ellos. Estudien o no, hay un elemento de consumo que no puede faltar en la vida de un vástago. En nuestros pueblos está claro que es el automóvil. Al acabar bachillerato importa más sacar el carné que la selectividad. Los viejos necesitan chóferes, pero más necesitan que su prole no sea menos que la de los demás. Un hijo sin carné es casi una deshonra para la familia. En las aldeas es, directamente, un hijo inútil.

Así, el coche es el nuevo tótem del rural gallego. Lo que un día fue la vaca: aunque suene a sacrilegio, no hay más que comparar el precio de la leche con el de las piezas de recambio. Y la fricada del tuning empieza a ser cosa seria cuando sabemos que el negocio que genera ya supera, sólo en Galicia, los 30 millones anuales, con el 10 % de nuestro amplio parque automovilístico tuneado. Una vez que nos lo podemos permitir, el coche nos da uno de los pocos poderes que nos quedan, el de desplazarnos por nuestra cuenta. Nuestra pequeña independencia es nuestra pequeña identidad, y hay que personalizarla y darle uso. Pudiendo conducir durante una hora para llegar al lugar de marcha más próximo es de tontos no hacerlo. Ya pensaremos en volver.

Y ahí es cuando el 206 GTI se convierte no en calabaza sino en un amasijo de hierros con nosotros y nuestros amigos dentro. Entonces la batalla por la liberación termina en muerte absurda, casi tanto como lo es morirse, por poner un ejemplo, en Afganistán. Y es que parece que los gallegos somos al Ejército español lo que los hispanos al estadounidense: muchos, y en consecuencia más mortales. Nos apuntamos a las fuerzas militares porque no tenemos aquí nada mucho más apasionante que hacer, y al final las probabilidades de palmar en las cunetas como lemmings y de hacerlo en misión humanitaria están bastante igualadas. En cualquier caso, asumimos ambos riesgos porque es mejor morirse así que hacerlo de aburrimiento. En lo que va de siglo el movimiento por la liberación juvenil nocturna ha superado el millar de bajas, y con ellas la media española de muertos en accidentes de tráfico menores de 35 años. El joven gallego no protesta, se sale de la carretera. Llevamos años inmolándonos con cuentagotas cada fin de semana, y más que seguiremos. Todo sea por tener el mismo derecho a divertirnos que los demás.

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