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Columna
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Desconcierto

Puede que nos hayamos portado mal, y que El Gran Juez nos condene por ello a vivir envueltos en un eterno vodevil, atrapados en intrigas y frivolidades, con desenlaces no tan inesperados como estúpidos, pero de los que tampoco se espera nada más que la gracia. Risas. Bromas. Sin trama ni envergadura. Ni significados. Sobre todo eso: sin significados, razones ni necesidad de explicaciones.

Si fuese eso, me quedaría tranquilo. Porque si no lo fuera, confieso que tengo problemas para entender lo que nos está pasando. No entiendo casi ninguno de los escenarios en que se representa de unos días para acá la política gallega.

No fui capaz de entender por qué, habida cuenta de las previas manifestaciones de buena voluntad, no se ha llegado a un acuerdo tripartido para la reforma del Estatuto de Autonomía, ni por qué luego, aun a sabiendas de que semejante iniciativa sigue requiriendo para el futuro un consenso pleno, nuestras fuerzas políticas con representación parlamentaria se enzarzan en una regueifa de acusaciones mutuas, como para acabar de matar al nonato.

Tampoco logro saber por qué se ha suscitado desde la propia compañía un debate tergiversador sobre las opciones localizadoras de las piscifactorías de Pescanova. Ni se me alcanza ya casi nada de lo que se dice o deja de decir (porque media secreto, según parece) sobre el proyecto de aprovechamiento para la construcción naval civil y privada de las instalaciones de la empresa pública Navantia en Fene. Y tampoco, sólo por rematar aquí el recuento, puedo acceder a saber por qué la decisión sobre la construcción, trazado o plazo de ejecución de una nueva infraestructura se vuelve siempre una discusión sin fin ni conclusión.

No son cuestiones menores, ya lo ven, como para que no resulte especialmente frustrante mi falta de entendimiento. Ni hallo consuelo siquiera en la certeza de mis limitaciones, porque he preguntado a muchos, leído todo lo que se ha escrito en prensa y soportado tertulias a mazo, por si la sapiencia ajena cubriese mi carencia de ella. Pero tampoco. Nadie me saca del atolladero en que me siento preso. Ni para bien ni para mal entiendo lo que sucede. No puedo, pues, ni loar ni acusar a nadie, que sería lo más fácil. Estoy perdido en medio de un páramo sin líneas maestras. Desconcertado.

¿Será la crispación política -arte mala donde las haya- la causa de semejante enlodamiento, pisoteando las razones para provecho menos confesable? Puede ser, no digo que no. He visto cosas que harían caer del caballo al buen Cid. Pero tampoco se qué beneficio podría alguien esperar lograr en aguas tan revueltas. No creo en la virtualidad de la estrategia esa de que cuanto peor le vaya a los demás puede que mejor me vaya mí. Ni me atrevo a creer que todos seamos estúpidos. Porque todo eso es demasiado para mi cabeza. Creo, al contrario, que cuando las cosas no resultan fáciles, simples, casi evidentes, es muy probable que se estén haciendo mal. Por lo del sentido común con que deben ser hechas. Especialmente en política.

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Aún más les digo para peor de mi desasosiego: temo que para el común de la ciudadanía es tan igual de grande el desconcierto que mengua la voluntad y lleva al desentendimiento. Que pasan de una política que no entienden. Demasiado compleja para su cotidianidad. Y eso es malo. Malo para la política y malo para el pueblo, que se distancian la una del otro y viceversa, con el riesgo de que entre ambos se abran fisuras en las que puedan diluirse las expectativas, las ambiciones y las esperanzas sobre las que cimienta el futuro.

Aquí hay que parar el carro. Alguien tiene que dar un golpe sobre la mesa y recuperar una agenda ilusionante, más asomada a la ventana y visible para la calle. Un nuevo pedestal sobre el que mostrar lo que se hace, por encima de los artificios, los debates inconclusos, los rifirrafes gratuitos y la impotencia política precisamente de quien los promueve. Malas hierbas que quitan fuerza a los cultivos.

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