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Columna
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Ante la ofensiva talibán

Si se tienen dudas sobre la participación en una misión en la que están implicadas tropas españolas o, más aún, si se desconfía de la utilidad de la Alianza Atlántica como garante final de la seguridad de Occidente en su lucha contra el terrorismo fundamentalista por aquello de que, al fin y al cabo, la OTAN es un instrumento al servicio de los intereses estadounidenses -argumento sólo utilizado ya por la más rancia izquierda europea-, lo más digno es abandonar la misión y darse de baja en el club. Pero no se puede estar en la procesión y repicar las campanas. Y menos un país, como España, que hace menos de tres años sufrió el más cruel atentado de su historia a manos de unos terroristas islámicos, pertenecientes a la red de Al Qaeda, amparada y alentada por los mismos talibanes que ahora pretenden retomar el poder en Afganistán.

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Cuando los ministros de Defensa de la Alianza Atlántica se preparan para reunirse la próxima semana, no en una ciudad extranjera sino en Sevilla, para estudiar la potenciación de los 32.000 efectivos de la ISAF, la fuerza internacional compuesta por soldados de la OTAN y otros países que, con mandato de Naciones Unidas y a petición del Gobierno democrático de Kabul, colabora en la reconstrucción del país al tiempo que lucha contra la insurgencia talibán, el presidente Rodríguez Zapatero sorprende a propios y extraños con el extemporáneo anuncio, ante un grupo de periodistas, de que España no tiene intención de aumentar su contingente de 690 efectivos desplegado en Afganistán. Una vez más, en Zapatero privan las consideraciones de política interior sobre los intereses estratégicos de España, uno de los cuales no es otro que contribuir, junto a sus socios de la Alianza, a la estabilidad de la maltrecha nación afgana con la derrota final de una insurgencia que, si logra sus propósitos, volverá a convertir Afganistán en el paraíso del terrorismo internacional de raíz fundamentalista.

El especialista en temas de defensa de este periódico, Miguel González, explicaba el miércoles con meridiana claridad qué mínimos pretendía la Alianza de España. Simplemente, que el cuartel general de la OTAN en Bétera (Valencia) aportase el grueso del Estado Mayor de la ISAF -(unos 150 efectivos españoles, incluidos 20 extranjeros, todos ellos para labores administrativas, no combativas)-, como han hecho de forma rotativa semestral todos los países que participan en el contingente internacional. A pesar de que el plan cuenta con el apoyo de los mandos militares del Ministerio de Defensa, el presidente Zapatero ha zanjado la cuestión sin tan siquiera esperar, aunque sólo fuera por la más elemental cortesía diplomática, al resultado de las deliberaciones de Sevilla, donde, por cierto, Alemania anunciará, por fin, el envío de seis reactores Tornado al sur de Afganistán. El relevo del Estado Mayor en Kabul, que se esperaba de España, debería producirse en agosto y durar hasta febrero, un mes antes de la celebración de las elecciones generales españolas. ¿Simple coincidencia o cálculo electoral interesado? Juzguen ustedes mismos.

No basta que un país sea la octava economía del mundo, como es España, para que sea tomado en serio internacionalmente. Y decisiones como la que acaba de anunciar el presidente del Gobierno no contribuyen precisamente a aumentar el prestigio de España entre sus socios de la OTAN, aunque se consiga un rédito electoral a corto plazo.

Dentro de poco las nieves del imponente macizo del Hindu Kush, que parte en dos Afganistán, comenzarán a derretirse. Los comandantes militares de la OTAN saben que el deshielo traerá aparejado un incremento de los ataques talibanes, bien aprovisionados durante el invierno en sus refugios pastunes a lo largo de la Línea Durand, que marca la frontera con Pakistán, especialmente en el sur y este del país. Por eso, la coalición pretende convertir la previsible ofensiva talibán en una ofensiva de la OTAN en toda regla, a pesar de que cuenta con un 15% menos de los efectivos prometidos. España debería participar en ella, naturalmente dentro de sus posibilidades, pero sin rehuir el peligro.

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Decía Churchill que un pacifista es "aquel que se mete en el río creyendo que el cocodrilo se va a comer a otro". En el río afgano, si se continúa titubeando, el cocodrilo acabará comiéndose a todos. Un fracaso de la Alianza en Afganistán no sólo conllevaría la posible desaparición de la organización, sino que sumiría a la zona en un caos superior al de Irak. Observen, si no, los países limítrofes de Afganistán y saquen consecuencias.

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