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Columna
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Zaplana y el gran vacío

Miquel Alberola

Las élites empresariales y sociales de Valencia no acudieron el pasado miércoles a la presentación de La transformación de la Comunidad Valenciana, un libro cuyo propósito es subrayar en fosforescente la gestión de Eduardo Zaplana al frente de la Generalitat valenciana, entre 1995 y 2003, y, por contraste, ensombrecer la de su sucesor Francisco Camps, que quedaba como cabalgando a lomos de la inercia que le imprimió su impulso. El acto se producía en medio de un pulso entre ambos por el control de la CAM, con amplias resonancias nacionales, y estrujaba la soga que anuda el cuello de Camps. Pero Zaplana se tuvo que conformar con la presencia anónima de muchos de sus fieles, la escasa estructura que mantiene en el Consell y algunos representantes de la patronal alicantina, decantados por el hecho territorial. El Palau de la Generalitat se empleó a fondo para que el único halo tras la cabeza del ex presidente fuera como mucho el brillo fósil que los focos proyectaban sobre los cráneos de Arturo Virosque y José Lladró. Zaplana fue aceptado por las familias romanas de Valencia a principios de los noventa sin que nunca olvidaran que se trataba de un peregrini cartaginés. Venía del remoto sur, carecía de modos y no encajaba en ninguna de las piezas del engranaje tradicional que mueve el poder, pero se postulaba como un instrumento útil para arrebatárselo a los socialistas en un momento de impotencia de liderazgo. En aquellos días, alrededor de Zaplana siempre giraba una órbita muy efervescente y adicta de presidentes de caja, autoridades portuarias, dirigentes empresariales y patriarcas valentinos. Sin embargo, el miércoles Zaplana entró solo al vestíbulo del hotel Alameda Palace para protagonizar un acto que era imposible de entender de otro modo que no fuera una reivindicación personal y una demostración de fuerza. Muchos de los que fueron sus aduladores bajo su imperio estuvieron esquivando las llamadas de su secretaria hasta minutos antes del acto. El zarpazo de ese desdén estuvo inscrito en su expresión mientras aguardó sentado el turno de su discurso, y sin duda, dada su piel de rinoceronte y su memoria de elefante, lo lleva tatuado en el cerebro a la espera de que el calendario le facilite el desquite. Porque Zaplana actúa ya en clave de oposición, que es el terreno que le es más propicio, en un desafío de largo alcance que pasa por recomponer su dominio en la Comunidad Valenciana, pero cuyas consecuencias apuntan mucho más alto. O al revés. No está muerto. Sólo es un animal herido, que es peor.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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