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Columna
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La moda

La moda manda. Pero nunca ha dejado de hacerlo. Sus dictados siempre han sido tiránicos. Modas indumentarias o lingüísticas, incluso ideológicas. Los totalitarismos del pasado siglo, que se llevaron por delante con sus grandes palabras a millones de seres humanos, fueron también en parte (no pequeña) frívolas aventuras redentoras. El siglo XX ha sido, entre otras cosas, un trágico baile de máscaras. Todos se han disfrazado. Todos nos disfrazamos o nos disfrazaremos. Llevamos en el alma (o en la secuencia de nuestro ADN) el gusto por la máscara que nos hace personas y actores, personajes de una obra dirigida por no se sabe quién.

La moda (el vestido o el traje, la indumentaria en suma) ha generado la última semana un pequeño debate social. Al parecer, los estudiantes acuden a los centros de enseñanza vestidos de manera inapropiada. Tanto que un instituto de la localidad vizcaína de Balmaseda ha decidido incluir en su reglamento interno una norma según la cual los miembros de la comunidad escolar "deben vestir de forma adecuada a la finalidad con la que se viene a un centro de formación y cultura". ¿Es posible, a la altura del año 2007, restringir la libertad indumentaria de los jóvenes? ¿Quién debe poner límites a la vestimenta, medir faldas y escotes o sancionar ombligos? ¿Hablamos de decoro? El decoro, me temo, es un término no ya del siglo XX, sino del XIX. Hablamos (se habla o hablan algunos responsables de colegios privados) de ropas "provocativas". También algunos jueces provocadores se han referido a ellas en algunas sentencias. ¿A quién provocan, pues, con sus provocativas ropas los estudiantes? ¿Será a los profesores? ¿Será a algún calenturiento lector de Nabokov?

Vestir al alumnado de uniforme podría solucionar ciertos problemas. Los uniformes tienen sus ventajas: identifican corporativamente, ahorran en vestuario y, sobre todo, igualan. La milicia y la iglesia consiguieron, durante varios siglos, que el hábito hiciera al monje y al soldado. El hábito, ahora mismo, lo que hace es excitar y enriquecer a los modistos y diseñadores. Donatella Versace se inspira en los ropajes vaticanos para su colección de prendas masculinas. El uniforme (incluso o sobre todo el escolar) puede también ser visto como provocativo por según qué ojos. Todo está en la mirada del ojo que nos mira, ya lo observó Machado (el del "torpe aliño indumentario", profesor de instituto por cierto y enemigo declarado del peine, el cepillo y el agua). El uniforme, en fin, no parece tampoco una gran solución. No es emblema de nada actualmente, sino marca de alguien o de algo. Todos vestimos, aunque no lo sepamos o admitamos, de uniforme. Nadie puede permitirse hoy el lujo de vivir al margen de la moda.

Esos senegaleses llegados en cayucos a las playas de Europa, los que el diseñador Antonio Miró hizo desfilar en una pasarela de Barcelona, tampoco pueden escapar de la moda. Con sus gorras andrajosas de marcas deportivas que facturan millones de dólares, con sus estilo casual de verdad, sus sudaderas y sus hipotermias han caído en las redes de la moda. El ojo del mercado se ha posado sobre los inmigrantes sin papeles, los auténticos hijos de la mar. Todo es aprovechable. Todo puede servir de uniforme y convertirse en marca. No es frívolo ni deja de serlo, simplemente es así. Todo se fagocita y todo se convierte en reclamo y negocio. Los pomposos trajes de los curas de Roma o la ropa desgarrada de los senegaleses inmigrantes.

La moda nos domina. Incluso el malditismo antisistema alimenta a la moda o la crea. En todo caso, obligar a la gente a vestirse como no quiere es obligarla a ser como no es. Y lo cierto es que somos cada vez más vulgares, menos respetuosos y más zafios. ¿Pueden cambiarse mediante reglamentos los usos y costumbres? Zapatero diría que sí, probablemente. Uno, que no es un optimista antropológico, piensa que la batalla está perdida. Hace falta tener mucho cuajo para exigirle a un joven que varíe su vestimenta en horario escolar mientras, al mismo tiempo, la realidad nos muestra el triunfo apabullante de la fealdad moral. Personajes inmundos que triunfan socialmente y toneladas de telebasura. Les hemos enseñado que el futuro no está dentro de un aula, sino en un casting de Gran Hermano. Y hay que vestirse para la ocasión.

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