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Columna
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La industria de la felicitación

En los países desarrollados se ha instalado lo que podríamos denominar "industria de la felicidad": una enorme oferta de bienes, servicios, actividades deportivas, sociales o culturales, ideas, filosofías, viajes, aficiones, ocios o negocios, destinados todos ellos a la búsqueda del bienestar. Llega a tal punto la amplitud de esa oferta que, de forma reactiva, se ha desencadenado una intensa crítica del consumo como actividad desaforada. Muchas conciencias basan su bienestar en el consumo de cosas materiales, pero también es cierto que la oferta en cuestión alcanza a otros conceptos (desde las artes plásticas o la literatura hasta la filosofía o la religión), de modo que es imposible reprochar al mercado lo que no es más que una ampliación, absolutamente extraordinaria en términos históricos, de la capacidad de elección de las personas, tanto en bienes materiales como en ideas o bienes culturales. El consumo, incluso de estos últimos, es consustancial a nuestra civilización y la muestra más clara del éxito de Occidente en el terreno material, pero también cultural.

Es como si también los buenos deseos hubieran entrado en la cadena de montaje

Dentro de la opulenta y casi inagotable "industria de la felicidad", hay una mínima porción que se dispara durante las fiestas navideñas: la "industria de la felicitación". La industria de la felicitación comprende un porcentaje insignificante de la industria de la felicidad, pero resulta muy ilustrativa de la mecanización que han alcanzado los rituales de la modernidad. La industria de la felicitación llega a su edad de oro con el desarrollo de las nuevas tecnologías. La potencia del christmas navideño se ha visto multiplicada gracias al teléfono móvil, al correo electrónico y, acaso, a sistemas de comunicación aún más sofisticados.

Pero la mayor eficacia de la felicitación ha privado a esta de todo color sentimental. Y no se trata ahora de una melancólica evocación de las costumbres de otro tiempo, sino de una verdadera devaluación: la felicitación navideña se ha convertido en una acción mecánica, en un ejercicio desprovisto de encanto y de dedicación emocional. No es sólo un cambio en las técnicas de envío, sino la mutación espiritual que tales cambios comportan. Antes, cuando uno enviaba una postal, debía consagrarse al rito de elegir aquella persona a la que quería enviar sus buenos deseos, dedicarle algunas líneas escritas y, con ellas, una porción de su tiempo.

Ahora, la mecánica de las nuevas tecnologías no sólo facilita el contacto, sino que prácticamente nos ahorra cualquier operación mental ajena al mero envío. Las bandejas de entrada de los correos electrónicos son un insufrible almacén de mensajes enviados indiscriminadamente desde los ordenadores hacia todos los nombres consignados en la libreta de direcciones. Los teléfonos móviles tampoco dejan de pitar: en ellos las felicitaciones llaman a la puerta con furor, con impetuosa urgencia. Estas líneas se publican el 31 de diciembre y para estas horas todos somos muy conscientes de lo que nos espera durante las próximas horas: decenas y decenas de mensajes, a cuál más divertido, o más original, o más pretendidamente tierno, sardónico o ingenioso. Por desgracia, un porcentaje abrumador de todos ellos han sido remitidos de forma industrial, mediante envíos masivos. Es como si también los buenos deseos hubieran entrado en la cadena de montaje y se lanzaran de forma masiva, indiscriminada, casi infernal.

Un solo detalle: hoy aumentará aún más el número de mensajes en el móvil, y en la mayoría de ellos no será difícil comprobar que no albergan un solo término que nos personalice, que aluda a nuestro nombre, un solo detalle que demuestre que el emisor ha pensado en nosotros a la hora de realizar el envío. Por eso, también desde el móvil o desde el ordenador, el mejor mensaje sigue siendo el artesanal, el de aquella persona que nos envía una sola línea, pero en la que se hace visible nuestro nombre. Porque, a pesar de todo, la felicitación aún puede ser íntima y sincera. Y con ella puede quedar constancia de que, en efecto, hay alguien que nos quiere o nos aprecia, más allá, incluso, de la masiva industria de la felicitación que nos hemos inventado.

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