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Columna
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La prudencia y la opinión

El extranjero está obligado a ser prudente cuando opina sobre el país que lo recibe. Resulta muy antipática la soberbia hueca del visitante que se atreve a opinar sobre lo que desconoce, e incluso ofrece recetas para solucionar los desarreglos domésticos de una realidad ajena. Los andaluces de más de 40 años recordamos ejemplos de esa actitud. Era insoportable la figura del turista que, después de divertirse como un loco, por poquísimo dinero y en una tierra obligada al servilismo, pregonaba agradecido, desde cualquier hotel de lujo, las bondades de la España franquista. El dolor humano real se oculta bajo los dramas folclóricos de una soleá o de una ranchera en medio de una juerga. Tampoco se me olvida el paternalismo insufrible de un vasco que en junio de 1976, en un acto político todavía clandestino, nos explicó el comportamiento que debíamos seguir los andaluces para encarar nuestro futuro, aprendiendo la lección de su tierra, tan concienciada y tan izquierdista. Observar y permanecer en silencio es un rasgo de buena educación, además de una postura intelectual discreta y provechosa. He tenido la oportunidad de comprobarlo, y de vivirlo por dentro, durante los días de la Feria del Libro de Guadalajara, que han coincidido con el traspaso de poderes presidenciales y con la postura combativa del derrotado López Obrador, al no aceptar la victoria de la derecha. He conocido opiniones de todo tipo en bocas amigas. Desde la justificación del partido gubernamental, hasta la defensa encendida del PRD, pasando por la incertidumbre de algunos escritores de izquierdas que apoyaron a López Obrador, pero que han querido apartarse públicamente de su empecinamiento. Otros amigos me dieron detalles sobre la campaña turbia de una derecha que, a través del control de los medios de comunicación y del apoyo masivo de las multinacionales, convirtieron a López Obrador en un asesino cruel, antes de que él mismo se convirtiera en un iluminado.

Uno escucha, observa, aprende, tal vez se solidariza con alguna postura, pero guarda silencio por educación. Sólo una vez perdí los nervios, al asistir como oyente a una mesa redonda de la Feria del Libro, organizada por la Universidad de Guadalajara, que se dedicó a las relaciones de la Democracia y el libre comercio. Con unos gráficos muy bien diseñados, demostró que donde ganaba electoralmente el PRD se hundía el progreso económico, mientras que donde ganaba el PAN se producían verdaderos milagros gracias a su política neoliberal. Tenía una pinta repeinada y soberbia, muy parecida a la de los señoritos andaluces de antes de la democracia. Casi se atrevió a decir que es necesario no tomarse en serio el voto de la gente, porque la gente se equivoca al votar. La puesta en duda de la política, la democracia entendida como un exceso, se advierte de manera clara en los ejecutivos de los bancos americanos, y es posible que la consigna no tarde en llegar a Europa. Algunos economistas no son ciudadanos que hablan de su país, sino nuevos sacerdotes, en posesión de la verdad sagrada, que nos niegan a los mortales el derecho a opinar. México tiene 100 millones de habitantes. La mitad de los mexicanos viven en la pura miseria, dividiéndose la otra mitad entre los muy angustiados, los que van tirando, la clase media con condiciones dignas y una reducidísima élite multimillonaria que controla la economía del país. Hispanoamérica no es Europa, y conviene no aplicarle nuestros esquemas. Pero ante los sacerdotes de religiones injustas uno tiene la tentación de blasfemar. Así que le comenté al economista neoliberal que, según sus razonamientos, todos los españoles deberíamos haber votado al GIL, pequeño partido que había hecho de Marbella un ejemplo de progreso económico. Claro que las inversiones habían beneficiado a muy pocas manos, que el pueblo estaba destruido y que las autoridades benefactoras han acabado en la cárcel, acusadas de un inagotable patrimonio de actos delictivos. La democracia exige otra economía.

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