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Columna
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El justo desorden

Josep Ramoneda

¿Tiene sentido hablar de derecha e izquierda? A pesar de que está demostrado empíricamente que el comportamiento político de los ciudadanos tiene mucho que ver con su autoubicación en el eje derecha/izquierda, y que ésta sigue siendo todavía hoy la primera motivación del voto de los ciudadanos, cada vez son más las voces -generalmente, de derechas, todo hay que decirlo- que sostienen que esta oposición es una reliquia del pasado y que en el mundo de hoy carece de sentido. A los que así piensan, les dedicó la respuesta de Nicolas Sarkozy a la proclama de Segolène Royal a favor de un orden justo: "el orden justo -dice el líder conservador- es justamente el orden". Más claro el agua. No es la calificación de "justo" que Royal da al orden que ella desea lo que me parece relevante. Si no se precisa qué se entiende por justo es pura retórica, y si se concreta puede que sea pura demagogia. Lo que es significativo es que para la derecha el orden es un fin. Para la izquierda el orden es un medio. Sarkozy ni siquiera se pregunta qué orden. Royal, por lo menos, pretende que sea justo. La diferencia está en los detalles, dicen algunos, pero en este caso me parece que es algo más que un matiz. Es una diferencia de fondo: para la derecha de Sarkozy, el orden es un bien en sí mismo. Para la izquierda de Royal, el orden por el orden no es garantía de nada. Naturalmente, el mensaje de Sarkozy tiene la ventaja de la simplicidad: orden/desorden; buenos ciudadanos/maleantes; bien/mal. Pero la izquierda, aun apostando por la autoridad como hace Royal, no niega la complejidad de las situaciones y las contradicciones que pueden emerger si se busca un orden justo. Autoridad no puede ser incompatible, por ejemplo, con emancipación personal.

Ciertamente, si cuando se habla de derecha e izquierda se piensa en términos de conservación o superación del capitalismo, esta distinción apenas tiene ya sentido. La izquierda europea ha asumido hace años el sistema económico en que nos movemos y ha olvidado cualquier veleidad de transformación radical (el viejo mito de la revolución) para apostar por criterios estrictamente reformistas. Es más, si algo caracteriza los liderazgos de Tony Blair y de José Luis Rodríguez Zapatero es la asunción plena del paradigma liberal como el marco realmente existente. Y sólo la perpetuación del comunitarismo nacionalista y de algunas formas de comunitarismo de izquierdas corrige la tendencia a que la división política dominante en Europa se reduzca a la oposición entre liberales de derechas y liberales de izquierdas. En España, donde la derecha carece de tradición liberal, ha sido Zapatero el que ha ejercido como tal, al poner máximo énfasis en la defensa de la ampliación de las opciones personales como objetivo de la acción política. El PP, en su primera legislatura de Gobierno, pareció que se hacía eco de los planteamientos liberales, pero su nacionalismo reactivo frente a los nacionalismos periféricos y la decisión de Aznar de hacerse predicador de la revolución conservadora liderada por Bush arruinaron cualquier veleidad de este tipo.

Derecha e izquierda existen, y siguen siendo el soporte ideológico sobre el que se construye la democracia parlamentaria. Lo que ocurre es que sobre estas figuras actúan otras oposiciones que hacen mucho más complejo el juego político: conservadores/reformistas; liberales/comunitaristas. La democracia tiende espontáneamente al dualismo, pero esta simplificación se hace difícil en sociedades muy heterogéneas. Evidentemente, si la principal preocupación de los conservadores es el orden -y la máxima reforma es más orden-, caben dentro de este esquema tanto la gente de derechas que quiere que nada cambie (o que si algo cambia sea para que siga todo igual), como la gente de izquierdas que en nombre de un orden, más o menos ideal, bloquea cualquier cambio o construye su personal mitología sobre el rechazo al cambio. En este sentido, la revolución de Bush me parece tan conservadora como la del comandante Marcos. Al mismo tiempo, el propio Sarkozy, para seguir con el ejemplo, con su idea de orden, puede ser un reformador, en la medida en que cree que las inercias burocráticas y populistas de la derecha a la que pertenece son un obstáculo para el reino del orden por el orden que él defiende, y, pretende, por tanto, subvertirlas. Y, por supuesto, la aspiración al orden justo está en las premisas reformistas de la izquierda, aunque a estas alturas ya no bastan con poner el objetivo bien intencionado, sino que se necesita concretarlo en términos realmente posibles. No es de alianzas de civilizaciones de lo que vive el hombre, sino de acuerdos reales que allanen las fracturas que el mundo tiene, por ejemplo, el ingreso de Turquía en Europa.

Pero, en el mundo globalizado en que el mercado religioso se ha hecho mucho más competitivo y el discurso de lo étnico intenta capitalizar los vértigos que origina la aceleración del tiempo y la reducción del espacio, cada vez adquiere mayor relevancia la oposición liberales/comunitaristas. Ernest Gellner, en su estupendo libro Lenguaje y soledad explicó que esta división viene de lejos y tiene sus raíces en las dos concepciones básicas del conocimiento: la invidualista y atomista, la cultural y orgánica. De la primera derivó la visión del mundo liberal y cosmopolita, que apuesta por lo universal; de la segunda, el comunitarismo de raíz romántica que apuesta por lo específico. Estos dos trazos están inscritos en el pensamiento contemporáneo e impregnan la realidad política. Y pocas veces se dan en estado puro. Bajo la cobertura del liberalismo económico se dan comportamientos radicalmente comunitaristas, como ocurre en la ideología neoconservadora americana o en muchos de los discursos nacionalistas al uso. Para la izquierda de raíz marxista la asunción de la tradición liberal ha sido mucho más fácil -en realidad, de ella provenía el propio Marx- que para la izquierda nacionalista y populista. Véase, como ejemplo, América Latina. El juego se complica día a día. Nada es simple. Tampoco la oposición derecha/izquierda, que a veces parece más funcional que ideológica, y que, a menudo, viene sobredeterminada por otros factores. Pero alguna diferencia existe. Lo que es sorprendente es que la derecha lo niegue. Cierta derecha nos tendría que explicar por qué tiene vergüenza de llamarse derecha. Quizás así entenderíamos mejor las diferencias. Y puesto a especular, yo personalmente, entre el "orden justo" y "justamente el orden", preferiría el "justo desorden". El mínimo desorden necesario para sentirnos un poco más libres.

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