_
_
_
_
_
Reportaje:LECTURA

La transición vista por Carrillo

El ex secretario general del PCE rememora el tiempo en que el sistema democrático caminaba por el filo de la navaja

Nunca ha habido acuerdo general a la hora de determinar en qué momento finalizó la transición democrática en España. Formalmente se puede hablar de la aprobación de la Constitución en 1978, y éste fue, sin duda, un momento importante del proceso. Pero ahí no quedó definitivamente resuelta la cuestión; hubo algunos intentos de dar marcha atrás, uno, el golpe del 23-F, particularmente grave porque en él coincidieron una serie de poderes que estuvieron a punto de echarlo todo a rodar. En ese golpe había muchos más implicados de los que se sentaron en el banquillo del Consejo de Guerra. También complicidades muy amplias, tanto en la esfera nacional como internacional. No fue casual que la Conferencia Episcopal, reunida ese día, no se pronunciara sobre el golpe en el momento de producirse. A su vez, hubo banqueros que lo recibieron con simpatía. La Embajada norteamericana estaba al corriente de lo que se gestaba. Las bases americanas fueron puestas en estado de alerta y sus mandos no advirtieron de lo que se preparaba al Gobierno en funciones de Adolfo Suárez. El secretario de Estado de EE UU, el general Haig, se apresuró a declarar que el golpe era un "asunto interno" de los españoles, y sólo después de derrotado éste modificó su actitud.

Memorias.

Editorial Planeta

Este libro es una nueva edición, revisada y aumentada, de una figura histórica del movimiento comunista internacional, y protagonista. En este texto se reproduce el análisis global que Carrillo hace ahora de la transición democrática en España.

Si en la primera fase de la transición la izquierda hubiera planteado la exigencia de responsabilidades históricas, el proceso no se habría coronado con éxito
La lucha valerosa de las vanguardias de obreros, estudiantes e intelectuales durante la dictadura sólo consiguió movilizar en acciones de masas a una minoría de la población
La fuerza militar la tenían exclusivamente los ultras franquistas, frente a un pueblo traumatizado por la derrota en la Guerra Civil y por 40 años de terrorismo de Estado
Las fuerzas democráticas pueden vencer las resistencias de los que no han roto sus vínculos ideológicos con la dictadura, acudiendo al sufragio universal

Lo cierto es que esa noche la actitud del teniente coronel Tejero, al negarse a permitir al general Armada el acceso al hemiciclo del Congreso y, muy particularmente, la posición del Rey con la colaboración del general Sabino Fernández Campo, al desautorizar y desmontar la extensión del levantamiento, impidieron el éxito final de éste.

Y en el atardecer del día 24, cuando el Rey se reunió con los líderes políticos, hubo un acuerdo tácito para procesar solamente a un grupo limitado de mandos con la responsabilidad más aparente. Se tenía conciencia de que en ese momento el sistema democrático no era bastante fuerte para encajar un proceso contra todos los que de una manera u otra, militares o civiles, habían estado implicados en la conspiración.

Simplemente realistas

Al aceptar ese acuerdo tácito no es que los líderes fuéramos débiles; lo era el sistema democrático que estaba dando sus primeros pasos, caminando por el filo de una navaja. Fuimos simplemente realistas e hicimos lo que en ese momento era más útil para la continuidad del proceso de asentamiento de la democracia.

Conviene salir al paso de un equívoco que sobre todo podría confundir a las nuevas generaciones. La liquidación o superación de la dictadura franquista en España no se parece en nada a la forma en que se puso fin a las dictaduras fascistas en Europa. El fascismo en Alemania e Italia fue destruido por una tremenda y aplastante derrota militar. En Francia, el régimen de Vichy, creado por los ocupantes alemanes y los colaboracionistas franceses, cayó también a consecuencia de la derrota militar ayudada por el levantamiento interior de los patriotas franceses. En el resto de Europa, ocurrió lo mismo.

El camino de España fue muy diferente. Pese a que históricamente nuestra Guerra civil fue en realidad el primer episodio de la Segunda Guerra Mundial, al concluir ésta con la derrota del Eje, cuando los demócratas españoles esperaban la desaparición del régimen franquista como una parte más del Eje fascista internacional, las potencias democráticas nos dieron la espalda y nos abandonaron a nuestra suerte. El régimen franquista fue utilizado como un aliado en la llamada "guerra fría" contra la URSS. Y eso le permitió sobrevivir muchos años más con el apoyo vergonzante de EE UU, y sus aliados europeos.

El Estado terrorista creado por Franco gozó, pues, tras la Segunda Guerra Mundial, del apoyo de las potencias occidentales. El general Franco murió en la cama. La oposición, dividida además por la coyuntura mundial, no fue capaz de acabar con el régimen y una buena parte de ella esperó pasivamente a la muerte del dictador.

La lucha abnegada y valerosa de las vanguardias de obreros, estudiantes e intelectuales sólo consiguió movilizar en acciones de masas a una minoría de la población. Los efectos terribles de la derrota en la Guerra Civil, la eliminación sistemática de dos generaciones de demócratas y republicanos por el terror, la presencia siempre amenazadora de los representantes de un Estado terrorista y la labor del nacional-catolicismo oficial consiguieron, a lo largo de tantos años, que muchas de las familias de los republicanos asesinados llegaran a sufrir una especie de síndrome del pecado, es decir, que muchos de ellos llegaron a sentir complejo de culpa, como si el haber defendido la República fuera un pecado cometido por sus parientes, por el que ellos tenían que hacer penitencia. Durante muchos años, en numerosos hogares se evitó hablar de la Guerra Civil; eran los hogares de los vencidos, que paralelamente tenían que sufrir la arrogancia de los vencedores.

Descomposición del sistema

El resultado de todo esto en un país sobrecogido por las consecuencias de la derrota es que hubo que esperar y propiciar la descomposición interna del sistema. Y ésta fue produciéndose lentamente, no sólo como consecuencia de la acción de los sectores activos de la oposición sino de la necesidad que tenía la burguesía española de no perder el tren de la mundialización de la economía y de salir de las políticas autárquicas, que generó lo que más tarde se conoció como la tendencia reformista del franquismo, encabezada por el propio don Juan Carlos y con un sector joven de funcionarios del régimen. Al plantear la política de reconciliación nacional, ya en 1956, coincidiendo con los primeros enfrentamientos estudiantiles en Madrid con Falange, en los que ya eran protagonistas los miembros de una generación en la que se mezclaban los hijos de los vencidos con los de los vencedores, ya se iniciaba un desarrollo de ese tipo.

Las características de la situación ha impreso al proceso democrático español un sello inevitable: su carácter de proceso reformador, lento, con momentos de ambigüedad, muy diferente de lo que hubiera sido un proceso originado por una decisión militar capaz de producir un cambio revolucionario.

En la primera fase de la transición, caracterizada por el consenso con los reformistas del franquismo, se trataba de lograr el establecimiento de las instituciones democráticas, la recuperación de la soberanía popular y el desmantelamiento del franquismo, es decir, una implantación pragmática de las reglas del juego democrático.

Los reformistas del franquismo aceptaron un cambio que era, de hecho, una rectificación profunda de su historia anterior. Aquí se distinguió por su valentía y su consecuencia una figura clave de la transición: Adolfo Suárez. Pero los reformistas no podían abjurar pública y formalmente de un pasado, porque en tal caso los ultras del franquismo que controlaban todavía mayoritariamente los instrumentos de fuerza del poder estaban en condiciones de desplazarlos.

Ultras franquistas

Si en esa primera fase de la transición la izquierda hubiera planteado la exigencia de responsabilidades históricas -lo que hubiera sido normal en un proceso determinado por la fuerza militar, en una Revolución- no se habría coronado con éxito esa primera fase de la transición. La fuerza militar, la capacidad de recurrir a la violencia, la tenían exclusivamente los ultras franquistas, que controlaban las fuerzas armadas frente a un pueblo todavía traumatizado por la derrota en la Guerra Civil y por cuarenta años de terrorismo de Estado.

Se ha hablado mucho de si hubo o no ruptura. Yo quiero aclarar que incluso la idea de la ruptura democrática estaba contenida en la perspectiva de un cambio que no podía ser revolucionario. La ruptura proponía sólo cuatro objetivos concretos:

1º. Amnistía.

2º. Legalización de los partidos políticos y organizaciones sociales.

3º. Elecciones a Cortes Constituyentes.

y 4º. Estatutos de autonomías. Estos objetivos, en definitiva, fueron realizados por el Gobierno de Adolfo Suárez, a veces causando sorpresa y colocando a los sectores inmovilistas ante los hechos consumados.

El proceso de transición ha sido, efectivamente, muy lento; ya Marx comentó en su libro sobre la Revolución española esta característica, la lentitud de los cambios en España, que contrastaba con la rapidez de los cambios en Francia.

Ha sido necesario el nacimiento de dos generaciones acabada la transición para que pueda hablarse de lo que objetivamente es una segunda fase, con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

Es decir, para completar y asentar la transición era vital que el protagonismo político estuviera en manos de generaciones que no tienen ya ninguna relación personal ni con la Guerra Civil ni con la dictadura franquista, que no son ya ni "republicanos rojos", ni "nacionales", aunque sus antepasados hayan sido lo uno o lo otro. Generaciones nuevas que han crecido en un sistema democrático. Es el momento en que con objetividad puede enjuiciarse la historia próxima de nuestro país, prescindiendo de lo que pudo hacer papá, el abuelo o el bisabuelo.

A estas alturas ya debería de haber un consenso general en que la sublevación militar del 18 de julio del año 36 del siglo pasado, que provocó la Guerra Civil fue un atentado condenable contra el régimen democrático existente entonces. Un político que participe en el día de hoy y que no reconozca algo tan elemental, ¿qué confianza puede merecer a los ciudadanos españoles?, ¿qué seguridad puede inspirar?

Consecuentemente, los que sacrificaron todo defendiendo un sistema democrático merecen un reconocimiento histórico que hasta ahora nunca habían obtenido oficialmente nunca. ¿Cómo puede negarse esto a las víctimas de los vencidos mientras calles y plazas son todavía un homenaje a los vencedores, cuyos nombres siguen en los atrios de las iglesias?, ¿cómo es posible que haya obispos que prohíben colocar lápidas en recuerdo de los republicanos asesinados en el interior de los cementerios?

Es la hora de reconocer sin ambages que la Segunda República es el único antecedente democrático en la Historia de España del régimen en que hoy nos desenvolvemos, ya seamos republicanos o monárquicos, si de verdad somos demócratas.

Es la hora de consolidar y asentar el Estado de autonomías que ya dispone la Constitución, en la que se reconoce la división de nuestro Estado en regiones y nacionalidades, la pluralidad de pueblos que le componen. Las autonomías han producido un tipo de Estado federalizante y asimétrico, y han tenido un papel decisivo en el desarrollo de esta España, que ya es muy distinta y bastante mejor de la que teníamos en 1978. Y los nuevos Estatutos que están elaborándose vienen a consolidar el tipo de Estado que no sólo no ha roto España, sino que la ha fortalecido.

Igualdad total

Es la hora de igualar de verdad en derechos a mujeres y a hombres, y para ello, si es necesario mientras esta igualdad no sea verdaderamente real, promulgar leyes incluso discriminatorias a favor de la mujer.

Es la hora de prestar una atención particular a la juventud amenazada de marginación, lo que, además de ser injusto, es un grave riesgo para la cohesión social.

Es la hora de reconocer los derechos de las minorías sociales, discriminadas hasta aquí por diversas razones; de fomentar la libertad de investigación biológica para proteger la salud de los humanos, superando tabúes de origen ideológico o religioso. La hora de defender la paz y de sentirnos solidarios con todos los pueblos del planeta. La hora de defender y desarrollar el Estado de bienestar.

Es la hora de traducir a leyes cuanto es humano y redunda a favor de la libertad y la seguridad de todos; la hora de terminar con el terrorismo que tanto daño nos ha hecho, teniendo el valor de negociar la paz.

A esto le llamo yo la segunda fase de la transición democrática.

En esta tarea es necesario el mayor consenso político posible. Y es necesaria una labor pedagógica para lograr la comprensión de las ciudadanas y ciudadanos. Pero a la vez no debe cederse a la obstrucción y al reaccionarismo de los que pretenden revivir las dos Españas, la España vieja del trono, el sable y el altar, frente a la España joven, progresista y mayoritaria. Pedagogía y firmeza política son los dos instrumentos necesarios en esta segunda fase.

Así es como podrá considerarse culminada la transición democrática por un camino que no pudo ser el más directo y rápido, porque la historia nos impuso un camino lento y dificultoso.

Aun con todo, esta segunda fase todavía choca con serios obstáculos que oponen quienes, en el fondo, no han roto todos los vínculos ideológicos con la dictadura. Esas resistencias en el día de hoy podemos vencerlas las fuerzas democráticas uniéndonos, acudiendo al fallo del sufragio universal.

El fracaso del comunismo

LA IMPLOSIÓN DEL SISTEMA soviético fue una tremenda sorpresa para muchísimos comunistas en el mundo entero. Se les vino la casa encima. Los partidos comunistas, con pocas excepciones, no estaban preparados para resistir tal contingencia. A pesar de que era una desgracia anunciada, algunos no podían o no querían verla venir. La tendencia eurocomunista, que de desarrollarse plenamente hubiera podido ahorrar a los partidos comunistas europeos las consecuencias del hundimiento, no fue capaz de sacar a tiempo todas las conclusiones de su posición crítica y no llegó a romper totalmente el cordón umbilical con el centro soviético. No era fácil, desde luego, y los militantes que lo intentamos terminamos eyectados de un modo u otro fuera del partido.

He escrito que lo sucedido fue una desgracia anunciada porque el fracaso de una experiencia de transformación socialista tan importante mundialmente como la Revolución rusa de octubre de 1917 ha sido, objetivamente, con independencia de cuáles hayan sido las responsabilidades de sus promotores, una desgracia para el género humano. Desaparecida la URSS -a lo que desde luego no ha sido ajeno el cerco capitalista sufrido por ésta desde las primeras horas-, el capitalismo se ha liberado de todos los miedos y cautelas, y actúa como si todo el monte fuese orégano, como si ningún adversario consistente cuestionara su dominación sobre la sociedad y sus panegiristas cantan ya su inmortalidad como sistema social. De esta suerte, el Estado de bienestar ya no se considera como el seguro necesario frente al peligro comunista y comienza a ser desmontado en los Estados que lo habían adoptado cautelarmente. Los sindicatos sufren agresión tras agresión, combinadas con fenómenos de corrupción, para reducir su capacidad de movilización y de lucha contra la explotación capitalista.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_