Un pez raya mata a Crocodile Hunter
El popular naturalista australiano fallece durante una filmación
Se veía venir. Steve Irwin, el popular, controvertido y arriesgado naturalista australiano que consiguió enorme fama por su espectacular programa de televisión The crocodile hunter (El cazador de cocodrilos), en el que se aproximaba a animales peligrosos e incluso los manipulaba con sorprendente tranquilidad, falleció ayer en un episodio acorde con su trayectoria: una raya le perforó el pecho con el aguijón de cola mientras Irwin buceaba a su lado. El accidente sucedió mientras el naturalista, de 44 años, trabajaba en un documental submarino en la Gran Barrera de Coral. Pese a los intentos de su equipo por reanimarle, la muerte se produjo muy rápidamente. El aguijón de las rayas de la familia dasyatidae -como la que ha matado a Irwin- está cubierto de un potente veneno; afilado como una hoja de afeitar y dentado, por sí sólo es capaz de provocar graves heridas, al estilo de una bayoneta. Este tipo de rayas (rayas látigo o pastinacas) no ataca, el aguijón lo clavan como una acción refleja. Parece que Steve Irwin resultó alcanzado en el corazón con la ciega estocada de la criatura marina.
Desató una gran polémica cuando en 2004 dio de comer a un enorme cocodrilo con su bebé en brazos
Stephen Robert Irwin (1962-2006) nació en un suburbio de Melbourne, pero poco después su familia se trasladó a Queensland, donde sus padres montaron un pequeño zoo y donde Irwin creció entre cocodrilos, que aprendió a manipular desde niño. Al cumplir seis años le regalaron una pitón, cosa que debe marcar mucho. En 1991 heredó el zoo y al año siguiente se casó con la estadounidense Terri Raines, una presencia habitual luego en sus programas y de la que tuvo dos hijos. Pasaron la luna de miel capturando cocodrilos y la filmación de esa curiosa actividad marital fue de hecho el primer episodio de The crocodile hunter. En poco tiempo el estilo desenfadado de Irwin hizo famosos sus documentales, y la serie se emitió en 120 países. El naturalista (aficionado, pues nunca cursó estudios) aumentó su radio de actuación involucrándose en diversos proyectos de conservación de fauna. Su expansiva y poco convencional personalidad le llevó a protagonizar algunas polémicas, como la que suscitó en 2004 cuando apareció en un show dando de comer a un enorme cocodrilo con su bebé Bob en brazos, o la provocada al deslizarse panza abajo con un grupo de pingüinos protegidos en la Antártida.
La trágica muerte de Irwin pone un colofón singular a su extraordinaria carrera, llena de asombrosos lances con las bestias más letales del planeta. Embutido en su característica indumentaria de explorador -pantalón corto y camisa caqui-, siempre con una sonrisa gamberra, Irwin se acercaba a los animales con una falta de miedo que rayaba en la imprudencia descerebrada. Él decía que sólo se sentía inseguro con los loros. Los que hayan seguido sus programas recordarán cómo jugueteaba con enormes cocodrilos -su especialidad- o cómo tiraba de la cola, riendo como un pillastre, a las peores serpientes venenosas. Ese valor circense y su indiscutible simpatía, además del morbo de ver a un humano en cercanía de seres mortíferos, le garantizaron un sitio en nuestras salas de estar. Resultaba tranquilizador pensar que alguien podía hacer frente con chanzas a esa fauna. Ahora ya sabemos que el riesgo era de verdad y que el mundo, pese a lo que nos hizo creer el divertido cazador de cocodrilos, cuya sonrisa cabe imaginar helada en un húmedo rictus final en los mares australianos, nunca ha dejado de ser un lugar muy peligroso.
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