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Columna
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El tambor y la hojalata

Se ha dado el escándalo. Real o simulado, da igual. La prensa y los medios se hacen eco de ello, hay reacciones de expertos y oráculos de ese "saber" que se pronuncian al respecto. La polémica ha sido servida. Y no importan tanto los detalles -que cuentan, desde luego, pero no para lo que me trae aquí-, sino la pauta de vida que lo anima. Günter Grass, conciencia moral de la actual Alemania y de la Europa democrática, admitía en una entrevista concedida al Frankfurter Algemeine Zeitung el pasado 12 haber formado parte, a sus 17 años, de las Waffen-SS.

Inmediatamente, han llegado las reacciones: ¿por qué no sacó antes fuerzas para decir la verdad?; su declaración, se afirma, invalida su Nobel (que ha debido ser "confirmado" por la Academia sueca); no es sino un reclamo publicitario, se dice (se anuncian sus memorias, Pelando la cebolla, ahora adelantadas; qué hermosura de título). Puede haber quedado cuestionada su autoridad moral, dicen los afines, pero no su eminente literatura; siempre reconoció, se dice, haber sido un combatiente de la Alemania nazi. Se hacen encuestas y se pronuncia el Consejo Judío Alemán. Se escriben editoriales en importantes medios (en este mismo).

Es deseable advertir sobre aquellos episodios de nuestro pasado que resultaron moralmente perversos

Las Waffen-SS eran el cuerpo de combate de las SS. En su historial cuenta con verdaderas atrocidades. No de otro orden que las cometidas por otras unidades del Ejército alemán de la época -lo que no se dice-, que asumió, como ha sido demostrado, la doctrina nazi de "guerra racial". La cadena de mando de la Wehrmacht -al igual que otros dirigentes de la época- fue en su conjunto responsable de aquellas atrocidades. Se sabía que Grass había pertenecido a las Juventudes Hitlerianas (de afiliación obligatoria desde 1939) y al ejército (como tal fue herido y detenido en Dresde). El nuevo matiz es que formó parte de las Waffen-SS. 17 años, confusión en un país acribillado, recluta masiva en aquel 1944-5, ardores adolescentes y un campo de entrenamiento brutal y mal equipado. No creo que quepan responsabilidades individuales.

La noticia se ha extendido (creo que sin medida). Me interesa cómo la hemos recibido culturas sobre el recuerdo diferentes a la alemana. Ése mismo espíritu exculpatorio e individual es el que ha prevalecido por aquí: pertenecí al Frente de Juventudes, pero ¿quién no entonces?; quien más quien menos, tuvo contacto con la Falange, se dice, ahora no me afiliaría, pero tampoco es algo de lo que crea que deba arrepentirme. Es el tenor de los comentarios, que apenas si avanzan más y se quedan en ese nivel de la responsabilidad personal. Pero Grass -y la cultura de la memoria que representa- va mucho más allá. Hay un claro juicio moral sobre una etapa de su historia, que, aún habiendo sido juzgada en los tribunales (Nüremberg), es colectiva y tenazmente condenada. Es la pauta de vida, la regla que anima su reflexión más honda. Lo que aquí resulta exculpatorio ("todo el mundo" participaba de aquel estado de cosas), es para Grass motivo de reflexión y de indignación moral. "De niño presencié cómo ocurría todo, a plena luz del día -asegura-. Y ocurría con entusiasmo y jaleándolo. Naturalmente, también a través de la seducción, también eso, qué duda cabe. En lo que respecta a la juventud, muchos, muchos, estaban entusiasmados. Y yo quería investigar este entusiasmo y sus causas, ya al escribir El tambor de hojalata, y también ahora...".

Se ha hablado del obsesivo sentimiento de culpa de los alemanes. Tal vez. Un exceso de recuerdo resulta vitalmente paralizante. Pero es más que deseable advertir sobre aquellos episodios de nuestro pasado que resultaron humana y moralmente perversos. Saber de ellos y explicarlos. Saber del franquismo o de ETA como proyectos genuinamente perversos (no como el proyecto de "una parte" de los nuestros, como hoy aún se leen). Apenas unas pocas autobiografías se han atrevido con ello (destacaré la de José Ramón Recalde, Fe de vida). No es, desgraciadamente, pauta en nuestra cultura. Nos quedamos en la hojalata sin tocar el tambor que alerte nuestra conciencia colectiva.

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