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La alarma social pendiente

No será por falta de conocimiento y de información. Llevamos décadas de informes científicos, de declaraciones de personalidades, de noticias de portada y de reportajes minuciosos sobre el estado de deterioro progresivo de los ecosistemas y de avisos sobre el cambio climático. Ésta es la parte divulgada del problema. Habría que añadir los datos confidenciales de que disponen los dirigentes de algunos gobiernos y los directivos de determinadas empresas, sin olvidar las voces de denuncia que han sido acalladas por la censura o la amenaza.

La primera Conferencia Mundial sobre el Clima tuvo lugar ya en 1979, después de años de pública preparación. En 1988 fue creado el Panel Internacional sobre el Cambio Climático (IPCC) como agencia especializada de la ONU, que emite informes periódicos de solvencia indiscutible. Lo que dijeron los científicos se ha ido confirmando y en muchos casos es apreciable por el observador más indolente. Una generación ha estudiado en los manuales escolares los cambios que se están produciendo y sus causas comprobadas. Otra generación ha madurado en el poder político y en el económico asistiendo impasible al pillaje del planeta y al hundimiento anunciado de las bases materiales que sostienen a la humanidad y a las otras formas de vida.

Se ha normalizado la catástrofe en ciernes y se vive con naturalidad el cambio climático

Groenlandia se derrite, tituló con viveza un editorial este periódico en febrero pasado. Y también se derrite la Antártica y se funden los glaciares; los alpinos habrán desaparecido alrededor de 2050; los ibéricos no pasarán de 2020. El estruendo tremendo del rompimiento de los hielos es el grito angustiado de la Tierra. Pero ¡qué sordera! Como si nada inquietante estuviera ocurriendo.

El último informe del IPCC -en 2001- presentó distintos escenarios de calentamiento del planeta, que oscilaban entre un aumento medio mínimo de la temperatura de 1,4 grados y un máximo de 5,8 grados hasta finales del siglo XXI. Diversas fuentes apuntan que la evaluación que el IPCC presentará el próximo noviembre, en la reunión que se celebrará en Valencia, situará el aumento máximo entre seis y siete grados, y advertirá de que la horquilla de las proyecciones tiende a cerrarse sobre su máximo.

El cambio climático es un desafío a la humanidad de primer orden, pero no es la única amenaza cierta y grave. Más de 1.300 expertos procedentes de 95 países han elaborado durante cuatro años bajo la égida de la ONU un informe monumental que hace aflorar el nivel de degradación de los ecosistemas, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de los recursos, el avance de la desertización, la contaminación atmosférica, la fatídica bomba de relojería de los residuos radiactivos, el emponzoñamiento de tierras y aguas por los desechos químicos y por los vertederos... La conclusión de los expertos no puede ser más contundente: la capacidad de los ecosistemas para mantener a las generaciones venideras, y, probablemente, a parte de las actuales no está en absoluto asegurada.

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Pasman la indiferencia de las sociedades ante semejante panorama, que la lucidez obliga a calificar de catastrófico, y las perspectivas de huida ciega hacia el desastre y el colapso. Estudiosos de la estupidez, como André Glucksmann y José Antonio Marina, no dudarían en catalogar tal actitud de estupidez colectiva. España constituye entre los países desarrollados un caso particular de insensibilidad ciudadana y de abandono de los grupos dirigentes. A la cola de la Unión Europea en el recorte de las emisiones de ozono y en la protección general del medio ambiente, incumple escandalosamente el Protocolo de Kioto emitiendo cerca del 53% más de gases de efecto invernadero desde 1990 -el nivel que tiene asignado en el ámbito de la UE para cumplir el protocolo es un crecimiento del 15% en el periodo 2008-2012 respecto a 1990- y acumula el mayor número de infracciones de las directivas ambientales comunitarias.

Por otro lado, aquí y allá mareas humanas invaden calles y plazas para festejar efímeros triunfos futbolísticos, protestar por reformas secundarias o manifestar su apoyo o su rechazo ante cuestiones coyunturales. Hasta ahora ninguna multitud ha salido a defender lo que más importa. Sumergidos la mayoría en la banalidad, anestesiados por el consumismo o agobiados por la dureza de las condiciones de la vida cotidiana, la ecoalarma no ha penetrado en las conciencias. Es más, se ha interiorizado y normalizado la catástrofe en ciernes y se vive con naturalidad el cambio climático, confiando en pretendidas adaptaciones y soluciones inesperadas. Y encima hay que aguantar frecuentes críticas contra un supuesto fanatismo ecológico de influyentes minorías que frenaría el desarrollo -incluida la devastadora urbanización de costas, llanos y montes- y espantaría el consumo.

Sólo la irrupción de la alarma social por el estado del planeta en sociedades paradójicamente atenazadas por miedos e inseguridades menores podría mover a la acción personal y política para adoptar nuevas pautas de conducta y aceptar medidas drásticas de reconducción del modelo de producción y de consumo. No hay que celebrar ninguna liberación del ser humano respecto a la naturaleza, sino por fin reconocer que vivimos en total dependencia de ella.

Jordi Garcia-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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