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Columna
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Animales y otros animales

Asistí a la feria de Sevilla tan sólo un día, por eso de sacudirme la fama de misántropo, y lo cierto es que pasé la mayor parte del tiempo debajo de la lona de la caseta, bebiendo agua mineral y mirando pasar sobre el albero los volantes y las gualdrapas. Un jamelgo atravesaba la calle arrastrando un carromato donde se hacinaba media docena de personas. La manzanilla había excitado el júbilo de todos ellos y les obligaba a hacer restallar las panderetas al tiempo que el que ocupaba el pescante sacudía el látigo para que el caballo echara a andar. Abrumado por el esfuerzo, el miserable animal necesitaba tensar los ijares y echarse con todas sus fuerzas sobre el arnés para que el vehículo avanzara unos metros. Entonces entra en escena un octavo personaje, aparte de los seis pasajeros y el caballo; se invita a Manolo, que lleva un clavel sobre la camisa deslavazada y un sombrero cordobés, a que suba al carromato, aunque ya casi no existe sitio. Las ruedas ceden ante el peso de Manolo, el caballo rasca los adoquines con las pezuñas impotente para remolcar aquel cargamento de carne sudorosa y alcohol, el látigo le castiga el lomo una vez, dos veces, yo temo por un momento que de los ollares de la criatura se eleve un último suspiro y que todos esos huesos torturados se desplomen igual que una baraja en el suelo. Pero alguien al fin, una mujer, entiende que la crueldad también tiene límites y desciende del carro, entre burlas e improperios de los demás. El caballo, por último, agacha la testuz y sigue adelante, cargando un castigo viejo como el mundo.

Para sacudirme el asco y la tristeza, traté de pensar en muchas cosas, traté de refugiarme en los libros, que siempre parecen intocables en lo alto de sus estantes, a salvo del barro de la vida. Me acordé del capítulo quinto de la primera parte de Crimen y castigo, donde Raskólnikov sueña o evoca una visión de espanto que copia a la mía: él es niño y tiene que presenciar cómo una cofradía de borrachos se divierte atormentando a una yegua que tira de la teliega en que viajan; la yegua es anciana y casi no cuenta con arrestos para culminar la tarea a que le obliga la fusta; uno de los borrachos, un tal Míkolka, dueño del animal, se enfurece, la emprende a varazos con sus cuartos y finalmente recurre a una barra de hierro; la yegua cae bajo la lluvia de golpes, muerta. Me acordé, también, de otra escena paralela, casi simétrica, de El sueño de los héroes de Bioy Casares, en que los inevitables borrachos, los mismos borrachos, someten a una paliza a un caballo de tiro demasiado viejo para transportarlos a todos hasta casi reducirlo a crin y pellejo. Y la pregunta que me castigaba con sus aguijones la parte menos encallecida del cerebro era: cómo pretender abolir el gulag y Auschwitz y Guantánamo si aún existen el picador y las espuelas, si miles de seres inocentes sufren diariamente el sino que denuncian los libros.

Una tarde de 1889, Friedrich Nietzsche, ya loco, fue hallado en Turín abrazando a un caballo entre lágrimas y pidiéndole perdón por la insensibilidad de Descartes. En el Discurso del método y otros textos, Descartes afirmó que los animales no sienten, que son meros engranajes, que el dolor y la fatiga les resultan tan ajenos como los axiomas matemáticos; consecuente con dicha teoría, su discípulo Malebranche agregó que el aullido que profiere un perro cuando se le asesta una patada no proviene de sus costillas castigadas, sino de un resorte mecánico que se descoloca en su interior. A mí también me parece un desatino que un diputado pretenda extender la cobertura de los derechos humanos a los chimpancés y los orangutanes, pero por motivos bien distintos a los de quienes consideran que el fango con el que se modeló a Adán es menos sucio que el del resto de las criaturas: esos derechos que garantizan la vida digna, la libertad, el honor y la paz deberían ser patrimonio de todos los vivientes sin exclusiones de la zoología ni los genes. Aunque, visto lo visto y después de todo, uno no sabe si merecer el calificativo de humano no constituirá más un regalo envenenado que una dádiva: tal vez servir de alimento al vecino es mejor motivo para acabar en el matadero que llevarle la contraria.

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