Chinos
Debajo de mi casa hay un supermercado de productos orientales y un restaurante de comida asiática. Unos metros a la derecha un restaurante japonés y, a la izquierda, otro chino y frente a éste, cruzando el paseo de la Florida, un local de dos plantas de todo a un euro también chino. En sus cercanías y de la misma nacionalidad, una zapatería. Y hasta hace poco, los vecinos podíamos contar con otro restaurante más que tuvo que cerrar. Lo sentí porque el dueño, que había adoptado el nombre español de Joaquín, era muy campechano y daba mucha conversación para que no nos marcháramos y nuestra presencia atrajese a más clientes. Nos situaba junto a las cristaleras para ser vistos, y empleaba la táctica de servir los platos muy despacio, lo que entra en contradicción con el espíritu de todo restaurante chino, consistente en que los pedidos son deseos que se cumplen al instante. Que quieres un pato laqueado, el camarero chasquea los dedos y aquí está. Que quieres unas ancas de rana con bambú, las ancas aparecen en la mesa en el momento. Unos huevos de golondrina sobre hoja de loto, sin problema. Lo que quieras. Es como si tras las puertas abatibles de la cocina en lugar de cocineros hubiera prestidigitadores. Otra costumbre consolidada es la retirada inmediata de cristalería. De forma que si pides vino, tienes que agarrarte con fuerza a la copa de agua para que no se la lleven. Lo primero que se le enseña a un camarero chino es que la mesa se prepara con dos copas por cabeza, pero que en cuanto el cliente se sienta hay que retirar la grande y dejar la pequeña, aunque lo ideal sería llevarse las dos, ¿adónde? ¿por qué? Son cosas del misterioso Oriente. Como esas leyendas que circulan sobre ellos y que con las nuevas generaciones de españoles chinos se irán olvidando. Como ese tópico tonto de que todos parecen iguales. Ni que estuviéramos en los tiempos en que sólo veíamos orientales en las películas. Ahora todo ha cambiado y nos los encontramos en la calle, en el metro, en los ascensores, en cualquier barrio. Con paciencia, puede que veamos incluso parejas mixtas que ahora, si las hay, pasan bastante desapercibidas.
En los postres Joaquín nos agasajaba con licores de lagarto, de flores, de miel hasta que empezaban a poblarse las otras mesas y se desinteresaba por nosotros, momento que aprovechábamos para salir huyendo con las mejillas enrojecidas. Pero a la semana o quince días ya estábamos allí otra vez. Joaquín nos tenía enganchados. Nos regañaba diciéndonos que habíamos faltado al restaurante diecisiete días, veintiuno, lo que nos obligaba a disculparnos como niños. Se trabajaba la clientela a muerte, y la verdad es que tras el cierre nadie ha vuelto a estar tan pendiente de nosotros.
Pero ya nos hemos hecho a otro restaurante, cuya puerta está adornada con una gran cascada sin agua surgiendo de montañas de pizarra. Aunque sin los farolillos de antaño, ni la correspondiente música con fondo de campanillas. Con el tiempo la decoración de estos establecimientos se ha ido serenando, en contraste con la que podríamos llamar una primera era en que se desplegó una gran fantasía de tejadillos con alas y columnas doradas. Lo que hace pensar que en algún polígono industrial hay un taller donde trabajan a destajado estos artesanos especializados en entradas de restaurantes chinos, que a tenor de todos los que se abren tendrán una gran demanda. Qué lejos quedan aquellos años en que el cerdo agridulce y el plátano frito con miel eran exóticos. Ahora, la soja forma parte de nuestras vidas. La hay en leche, yogur, pastillas, aceite, pasta. En legumbre negra, verde, roja. En obleas. En harina. Lo sé porque paso mis buenos ratos en la tienda de productos chinos. Aquí quisiera ver a Arguiñano, entre pétalos de lirio blanco desecados, semilla de loto, mostaza seca, fécula de taro (yo tampoco sé lo que es), longan desecado, dátiles rojos, mousse de bambú, orejitas de madera blanca, glutamato monosódico, cien clases de algas, otras tantas de té, de espaguetis, de arroz. Se trata de una comida tan lírica que el ajo lo tienen en copos. A veces me he subido a casa ingredientes con los que no he sabido qué hacer, pero que sólo por los nombres se merecían un estante en la despensa. También me han hecho alguna vez acupuntura y me ha tentado el feng-shui y, sin embargo, aún hay una barrera entre nosotros. Aunque seamos vecinos y formen parte de nuestras costumbres, vivimos separados. Seguimos viéndolos remotos y es un misterio cómo nos verán ellos. Habría que preguntárselo.
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