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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Regreso a la 'ganbara'

Comencé estas crónicas subiendo al desván de mis veranos infantiles. La ganbara, como la llamaban mis primos; un recinto poblado de seres invisibles que hacían crujir por las noches las maderas del viejo caserón.

El armario que allí había nunca me trasladó a un reino mágico como Narnia; seguramente porque ya me sentía en un país encantado al que mis padres cada verano me enviaban desde Francia. Este año, mientras me dirigía a pasar la nochebuena con mi madre y su alzheimer, no pensaba yo precisamente en reinos maravillosos.

La enfermedad y la vejez, como todas las situaciones límite, nos dejan la personalidad al descubierto, incluidos los pliegues menos edificantes. Los del enfermo y los de los cuidadores. La razón entra en pánico y cede el sitio a la voluntad desnuda. Se hace preciso recobrar la confianza en la astucia de la razón, pero eso no es fácil para una agnóstica. Ni si quiera en Navidad. Así que recurro al endurecimiento del carácter: un revoque asfáltico que me protege el alma de filtraciones. Hasta que un día aparece una grieta y por ella te asomas el abismo. Entonces abandono a mi madre con Nancy, la colombiana indesmayable, y me restauro descansando en la amistad de los míos.

Pero héteme aquí en esta Nochebuena sin colombiana y a solas con mi madre, que ha olvidado que tuvo un marido y una hija pero no ha perdido en absoluto el apetito. Como se olvida inmediatamente de lo que dice, me pregunta continuamente: "¿Y tú de dónde eres?". Y a cada pregunta se come un langostino con la satisfacción que si fuera el único.

Habíamos terminado apenas de cenar cuando se ha apagado la luz. No se ha asustado porque aún reconoce su piso actual, donde lleva viviendo treinta años. Pero habla de sus habitaciones como si fueran las del caserón en que nació. Mientras me levantaba para buscar a tientas el registro de la luz, me ha dicho: "En la ganbara hay velas. Pero me da miedo subir; no quiero encontrarme con el carlista que está enterrado en el sótano".

He sentido un escalofrío al venirme el recuerdo de una leyenda susurrada por mis primos en la oscuridad, cuando yo tendría no más de cinco años. Luego la había olvidado por completo y ahora volvía a través de la memoria de una anciana incapaz de recordar nada de lo sucedido en los últimos ochenta años.

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Cuando he vuelto a conectar la luz, me ha mirado con placidez y me ha dicho: "No te marches; ya sabes, que aquí te apreciamos mucho". En ese momento he sido yo quien he reconocido a mi madre en el brillo de sus ojos que hace años tiene perdido. Aunque quizás ese brillo lo haya puesto mi imaginación.

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