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De Franco al antifranquismo, 30 años después

Dumas dio a sus mosqueteros una segunda oportunidad literaria "veinte años después". Treinta eran demasiados para los finos floretes versallescos, pero la tradición española -literaria, por supuesto- puede dar para mucho más. El Cid ganó batallas embalsamado y según Vélez de Guevara es posible "reinar después de morir". El general Franco, que alentó por cierto tantas leyendas de capa y espada, dicho sea de paso, para hibridarlas con una historia imperial y triunfalista, también legó algo para el futuro. Murió Franco, pero quedó el franquismo, y no sólo en piedra o en bronce. Quedó el franquismo que influyó en la transición, que se manifestó y se manifiesta en sectores de la derecha.

Franco desencadenó una guerra civil cruenta, y le dio continuidad en una dictadura que no ahorró ni injusticia ni crueldad. Barrió literalmente del mapa a quien pudiera hacerle oposición, pero aun así los gérmenes de resistencia lograron asentarse. Desde quien supo mantener viva la legitimidad de las instituciones -la Generalitat, por ejemplo, gracias a Lluís Companys, Josep Irla y Josep Tarradellas- hasta quien impuso, a un altísimo coste personal, una mejora salarial, un avance académico, una iniciativa cultural, una mejora sanitaria...

No es justo recriminar a esa oposición que Franco muriera en la cama. La oposición tardó años en repuntar porque fue necesario un cambio generacional que sustituyera a quienes fueron literalmente eliminados. La oposición hizo lo que pudo en la precariedad más absoluta y su presión contribuyó a hacer inviable una dictadura en sucesión dinástica. Desde episodios -sólo ejemplos- como las huelgas mineras de Asturias o las industriales de la margen izquierda del Nervión, las de los tranvías de Barcelona y la Universidad Complutense, hasta la Assemblea de Catalunya y la Platajunta, la lucha por las libertades políticas y nacionales dejó un poso inequívoco y su fuerza erosionó al totalitarismo; basta repasar los archivos policiales y gubernativos exhumados hasta el momento.

Reconocimiento, desde un revisionismo que lo atribuye únicamente a figuras concretas para restarlo a tantos y tantos rostros anónimos, por tanto, a quienes lucharon contra la dictadura, y nada de restarles protagonismo. Es hora de recuperar, a conciencia y con medios, la memoria histórica del antifranquismo y de la lucha antifranquista. Ese es el primer punto que me sugiere el trigésimo aniversario de la muerte de Franco. En la Generalitat es algo que tenemos claro desde el primer día. El Memorial Democràtic, el Centre d'Història Contemporània, la Secció de Desapareguts i Fosses Comunes, el Punt d'Atenció a Ex Presos Polítics trabajan en ello desde la propia institución. Pero participamos también apoyando iniciativas privadas en la misma línea, sea en investigaciones personales, como la de Josep Benet sobre el fusilamiento del president Companys, cuyo libro traducido al castellano hemos presentado Nicolás Sartorius y yo mismo esta semana en Madrid, hasta los trabajos de catalogación del material de la resistencia antifranquista depositados en el Centro de Estudios Históricos Internacionales de la Universidad de Barcelona.

El estudio del antifranquismo tiene mucho recorrido. Franco encarceló hasta sus últimos días. Y firmó sentencias de muerte a sólo dos meses de su fallecimiento. La deleznable práctica de la tortura llegó igualmente hasta el final. La lucha fue larga y dura. Hay estudios concretos, monografías interesantes. Pero el tema es de amplitud suficiente como para abordarlo a fondo, con sistemática y metodología; con medios. Iniciativas como la conversión de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona en museo de la represión, o la ley de recuperación de la memoria histórica, en el Parlamento español, van en esa dirección. Todo aquello hay que explicarlo bien explicado.

La transición dejó muchos cabos sueltos, esa es la segunda idea. La amnistía de doble recorrido sirvió para echar a andar, pero estamos justamente en momentos de revisión histórica de un periodo que se magnificó. Pesó sobre la transición el sable de las salas de banderas; la dimisión de Suárez, el 23-F, y algunas de sus consecuencias legislativas, singularmente la LOAPA, certificaron que allí seguían, "impasible el ademán". El franquismo nos dejó sin historia -"fa ja molts anys que ens amaguen la història, i ens diuen que no en tenim, que la nostra és la d'ells", cantó Raimon- y la transición alargó la desmemoria. "Pacto de olvido", ha dicho alguien hace bien poco.

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Es hora también de volver a leer la transición. Sus análisis fueron demasiado apresurados; analizar los hechos mientras suceden, en tiempo real o muy próximo, es la esencia del periodismo, pero está contraindicado si lo que se pretende es escribir historia. Y los años ochenta. Nadie habla de los años ochenta, es como un paréntesis en el que no sucedió nada; lo recordaba justamente Raimon hace pocos días. Pero en cambio pasaron cosas. En Cataluña, una izquierda mayoritaria, "la mancha roja de Europa", según algunos titulares de la época, no logró gobernar la Generalitat, donde se instaló el centroderecha durante 23 años.

Mis dos reflexiones culminan en una tercera. Estamos en las mejores condiciones para solucionar los problemas que quedaron aparcados en los pasillos del Congreso y del Senado cuando se debatían la Constitución y los estatutos de autonomía. Los ponentes de una y otros pueden dar fe de lo que digo. La mayoría social y política que ahora gobierna en Cataluña, similar a la que da musculatura parlamentaria al Gobierno de España, la alianza natural entre la izquierda española y los nacionalismos progresistas emergentes, tienen ante sí el reto de dar con un mapa político de España en el que se sientan cómodas y reconocidas todas las identidades. Y que ello lleve a una estabilidad sólida y duradera, no construida ni sobre ficciones ni bajo presiones.

Josep Bargalló es primer consejero de la Generalitat de Cataluña.

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