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Crónica:CIENCIA FICCIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

El tratado cosmológico del escritor Allan Poe

NO. NO VAMOS A hablar del filme El secreto de los hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005), del siempre innovador Terry Gilliam. Ni vamos a comentar su particular reversión del archifamoso cuento de La cenicienta, cuya versión Disney, dicho sea de paso, cumple 55 años. Demasiado fantástico como para mirar con ojos racionales.

Nos ocupamos de un aspecto astronómico, entre muchos, que aparece en el libro Eureka (1847), de uno de los grandes fabuladores del siglo XIX, el escritor, poeta y crítico estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849). Un poema cosmogónico más que un libro trascendental "que revolucionará a su tiempo el mundo de la ciencia física y metafísica", como su autor pretendía. Comparte con el citado cuento cierta similitud: no es una obra que deba juzgarse por su valor científico, sino por su contenido poético. Poe dedica explícitamente el libro al famoso naturalista y viajero Alexander von Humboldt (1769-1859), aunque en el prefacio indica que va dirigido "a los que sienten más que a los que piensan, a los que sueñan y a los que depositan su fe en los sueños como únicas realidades".

En la etapa final de su vida, en plena decadencia intelectual y física, el genial autor de El cuervo y La caída de la casa Usher escribe, basándose en datos científicos escasos, un tratado cosmológico con el que pretende zanjar todas las cuestiones trascendentales y dar con las verdades últimas sobre el universo.

Entre las opiniones de nulo contenido científico, destacamos la siguiente, tan contundente como desacertada: "Que nuestra Luna tiene una poderosa luz propia lo vemos en cada eclipse total, pues si no desaparecería". Cualquiera que observase en directo el eclipse anular de Sol del pasado 3 de octubre de 2005 podría polemizar con este gigante de las letras. Y es que los grandes literatos (o científicos) también, a veces, se equivocan.

Todo el mundo sabe que la única luz que nuestro satélite natural emite es la que refleja. Hacia el año 1510, un artista polifacético, el inigualable Leonardo da Vinci había resuelto ya el enigma del brillo de la Luna. En el Códice Leicester, en una página titulada 'Sobre la Luna: ningún cuerpo sólido es más ligero que el aire', Da Vinci dejó escrita su creencia de que la Luna posee una atmósfera y océanos de agua. Gracias a ello, era un excelente reflector de luz. Así, los rayos solares directos o los reflejados por nuestro propio planeta iluminan la superficie lunar y tornan visible el mundo selenita.

Cuando tras la puesta de sol, la Luna en fase creciente está en el horizonte, puede observarse un resplandor fantasmal o ceniciento que ilumina débilmente el resto del disco lunar tornándolo visible. Para Leonardo, esta imagen difusa del contorno lunar es debida a la luz del Sol que, tras rebotar en los océanos de la Tierra, golpea la Luna e ilumina débilmente su superficie a oscuras.

Una buena explicación para ese espectáculo conocido desde antiguo como la Luna vieja en los brazos de la Luna nueva o claro de Tierra, aunque ahora sepamos que los océanos y la atmósfera lunares no existen. Vista desde la Luna, la Tierra ofrece todo un espectáculo aunque, para un observador lunar, ésta no sale ni se pone, sino que permanece prácticamente inmóvil mientras las estrellas se deslizan lentamente por detrás.

El disco terrestre es aproximadamente cuatro veces mayor que el lunar que observamos en el cielo terrestre nocturno. La Tierra en fase llena ilumina los áridos paisajes lunares con un brillo unas 50 veces mayor con que la brillante Luna llena alumbra a la Tierra. Mientras la Tierra refleja el 37% de la luz solar que recibe (albedo de 0,37), la Luna emite sólo el 8% (albedo de 0,08).

Las noches lunares con Tierra llena son extraordinariamente claras: sería posible, incluso, leer el periódico. Es esta iluminación del suelo lunar por la Tierra o luz cenicienta la que nos permite distinguir desde nuestra posición su parte no iluminada directamente por el Sol. Gracias Leonardo.

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