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Columna
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El río Manzanares

Varias veces a la semana voy caminando desde Príncipe Pío hasta el Puente de los Franceses por la ribera del Manzanares. Al cruzar el pequeño puente de Reina Victoria la vista se me va hacia las sombras de los árboles en el agua, que la hacen más profunda y caudalosa. Incluso, si uno se olvida de que es el Manzanares, el río parece más grande. Y en algunos tramos, los patos, y creo que algún cisne, le dan un aire de postal. El mejor paseo es de ocho a nueve de la mañana. A esa hora ya hay pescadores apostados en unos salientes a modo de balconcillos de madera rústica que hacen juego con las isletas de los patos y que yo antes pensaba que estaban destinados a que las parejas se sintieran más en ambiente. Los saludaría, pero siempre se ha sabido que al lado de alguien que pesca no hay que hacer ruido. Claro que éstos no son peces blandengues a los que alarme cualquier cosa. Éstos están hechos al ruido de los coches, a los ladridos de los perros y a las conversaciones beodas de algún que otro grupo de borrachines anclados en las orillas del río.

Espaldas quietas, atención concentrada en el agua. Hasta ahora creía que estos misteriosos hombres hacían que pescaban, que los había puesto el Ayuntamiento para dar empaque al que se ha llamado aprendiz de río, arroyo, o al que Alejandro Dumas ofreció de limosna un vaso de agua. Pero no. Vaya sorpresa. El otro día voy andando y andando, cuando de pronto a mis pies cae un pez enorme agitándose como en los documentales. Todavía llevaba puesto el anzuelo. Como nunca he visto su especie en la pescadería, no sé si es hermoso o que ha mutado en estas aguas escasas y dudosas de la sequía. Pero lo importante es que el pescador está que no cabe en sí. Le felicito y le pregunto alegremente qué va a hacer con la pieza, si se la va a comer. Me mira horrorizado. Va a devolverlo al río. Yo también me horrorizo por habérmelo imaginado en su casa limpiando y fileteando este superpez, de la misma forma que me horrorizo a veces viendo mentalmente a alguno de los que merodean por aquí asándose uno de estos bellos patos.

Ante mis ojos y los de un anciano, al que siempre me encuentro haciendo footing con mascarilla, lo echa a las aguas, tan exiguas que nos tememos que el pez se dé un golpe en la cabeza. A continuación nuestro hombre prepara de nuevo la caña, se acomoda en su banqueta y vuelve a la carga, a esperar a que piquen. Qué raro, ¿verdad? Aunque, pensándolo bien, escribir es bastante parecido. Se necesitan paciencia y horas, y si uno tiene la suerte de conseguir una buena pieza lo mejor es no contentarse y volver a intentarlo, porque siempre se puede dar con otra mejor, no empeñarse en eternizar las satisfacciones, de por sí pasajeras como tenemos más que comprobado. Y, sobre todo, ponerse el listón más alto a uno mismo que a los demás. Da la impresión de que últimamente todos los que chapoteamos en el Manzanares de la literatura estamos más pendientes de la calidad del otro que de la propia. Y todo porque escribir se ha convertido en vender y vender en el único valor posible. Voy entendiendo mejor al pescador. Él sabe que lo ha conseguido aunque no se lleve nada a casa, con eso le basta para regresar otro día.

En cierto modo, aunque nos creamos muy activos, hay una parte de nosotros que siempre está esperando. Diría más, vivir es esperar lo siguiente. Nos sentamos ante el televisor esperando que no nos llegue la gripe aviar, que no mute o que si muta enseguida haya vacunas. Hemos pasado días esperando que el Katrina o el Wilma aflojaran de tres a dos su fuerza destructora. Estamos esperando que no haya más ciclones ni más desastres este año. También estamos esperando con desesperación que bajen los precios de los pisos. Una buena parte de la vida nos la pasamos esperando en la consulta de los médicos, en las listas de espera de los hospitales o en las cajas del supermercado, por no hablar de la peluquería. Esperamos que nazcan nuestros hijos y luego que crezcan. Esperamos ser felices. Esperamos para cruzar la calle y esperamos que esas gentes que se reúnen en los organismos oficiales mundiales arreglen algo. Abrimos el periódico esperando que los subsaharianos no tengan que jugársela una vez más y que a nosotros no se nos agríe el día. Esperamos sin darnos cuenta de que esperamos, sin concentrarnos en el arte de esperar como nuestro hombre del Manzanares.

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