_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Estatutos

Las afirmaciones son categóricas. Cataluña es una nación. Cataluña no es una nación. No parece posible conciliar las posturas respecto a un término que hasta los juristas, historiadores y demás estudiosos o expertos consideran de difícil definición. Resulta curioso que algo tan ambiguo pueda resultar anticonstitucional y moleste a tanta gente que, como yo, no tiene mucha idea de estas cosas. En todo caso no veo en qué se puede ver afectado ningún ciudadano de ninguna otra comunidad autónoma si Cataluña se define así o asá. También han levantado ronchas fuera de Cataluña algunos otros contenidos de la propuesta catalana A juzgar por los comentaristas al uso, no solo ponen en peligro nuestra intocable Constitución, consecuencia de una transición pactada con sectores franquistas, ahora aparentemente inexistentes, sino que desguazan España, ¡caramba!, rompen el principio de solidaridad y convierten a los ciudadanos en desiguales en derechos, por más que todas las autonomías acaben siendo "nacionalidades históricas" que parece ser el camino emprendido. Como si ahora fueran iguales. No hay más que observar las diferencias en servicios sociales, nivel de vida, educación, y otras muchas ventajas o carencias que se dan en determinadas comunidades. La Constitución puede conceder los mismos derechos a un ciudadano navarro y a uno extremeño, las condiciones de la economía de cada comunidad y el presupuesto de su administración particular se encargará de establecer las diferencias, en mucha mayor medida que el texto de los estatutos. Sin pensar de entrada en la desigualdad constitucional y aceptada que supone el fuero vasco.

Entre las afirmaciones que llaman la atención y provocan debates y controversias en relación con los misterios de la identidad, está aquella que cuestiona los derechos de los territorios, de los pueblos. Son los ciudadanos los poseedores de derechos no los pueblos, se viene a decir: los derechos son siempre de los individuos no de las colectividades, no de los territorios. Reconozco mis dificultades para comprender eso. Dudo incluso de que los árboles, los parajes, los bosques o las costas no tengan derechos, casi nunca respetados. Pero, sin irme por las ramas, no acabo de entender que una determinada conquista o una concesión, un reconocimiento (un derecho) que logre una comunidad, que afecte a todos sus ciudadanos, no pueda antes ser considerado como un derecho colectivo. Los ciudadanos tienen derecho a definir su futuro, pero no sé cómo se come eso, si previamente no se gana o se concede para su pueblo la posibilidad del derecho a su autodeterminación. Los ciudadanos de Gibraltar decidieron (si se quiere uno a uno), sus preferencias cuando el conjunto, es decir su territorio, su pueblo, su colectividad, o lo que sea, pudo ejercer el derecho de hacerlo. Tampoco veo claro que el derecho de autodeterminación se haya aplicado históricamente solo a las colonias, como afirmaba J. L. Cebrián en este periódico. No estoy muy enterado, pero creo que olvidaba a noruegos y, más recientemente, a checos, canadienses o bálticos, naturalmente con sus propias características, resultados y diferencias, pero ejerciendo, en la práctica, el mismo derecho. En realidad, los comentarios son prematuros e intencionados. Como todo el mundo sabe las Cortes españolas se encargarán de liquidar los aspectos no constitucionales y algunos otros que no gusten a sus señorías. Por más que disfruten con la escandalera organizada, los ciudadanos reticentes con Cataluña pueden estar seguros y tranquilos.

A pesar de los complejos que conducen a desear lo mismo que consiga el mejor estatuto, según la divertida formula Camps (por lo que debiera desear un excelente y máximo estatuto para Cataluña) no creo que el nuevo estatuto valenciano sirva para mucho. No puede frenar la tremenda especulación inmobiliaria que sufre el País Valenciano, la destrucción de su litoral o de su huerta. Más bien parece que proporciona cierta impunidad y descontrol a nuestros políticos. Tampoco pienso que mejore la agónica situación de nuestra lengua, ni que resuelva el déficit democrático, e incluso constitucional, que supone su única circunscripción electoral para las tres provincias, excepcional en el marco estatutario general. Sería lógico, aunque irreal, que a los valencianos les preocupase más su estatuto que el de Cataluña, pero como en muchos otros aspectos no será así. El anticatalanismo que ha despertado en España el proyecto catalán, está presente siempre entre nosotros. Muchos de nuestros políticos y comentaristas tienen más práctica y más visceralidad en el tema. No es extraño que aquí, la propuesta catalana y sus políticos provoquen más histeria y rechazo. Y, desde luego, más pasión que la componenda estatutaria (no el consenso, que es otra cosa) entre Pla y Camps, recibida con visible indiferencia por la ciudadanía.

Doro Balaguer es escritor.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_