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Sobrevivir a Mauthausen

Una de las más funestas perversiones del nazismo consistió en trastocar la función social de la medicina, una profesión al servicio de la vida, en una diabólica ingeniería comprometida con el genocidio y con la muerte. Nunca lamentaremos suficiente los extremos de degradación a que llegaron los responsables médicos del Tercer Reich en su inhumana empresa de exterminio, si no denunciamos la complicidad de sus conocimientos técnicos con el delirio eugénesico que sostenía aquel régimen. No en vano, Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler, sintetizaba en una conocida sentencia todo el ideario político asistencial con el que trataba de ganar para su causa al colectivo médico: "Biología aplicada; eso es el nacionalsocialismo". Se comprende, pues, que fueran calificados como "intelectuales del crimen" por Francisco Aura, un superviviente que jamás pudo entender la obsesión desalmada de aquellos especialistas en perfeccionar técnicamente las tareas de aniquilación que les fueron encomendadas. Este octogenario compartía tribuna hace unos días con otros deportados valencianos en Mauthausen, cercanos todos ellos a los noventa años después de haber llegado a pesar poco más de treinta kilos, sin que por ello se haya mermado su vitalidad envidiable. Y eso que, según les advirtieron a su ingreso, de allí sólo saldrían por el humo de la chimenea.

Deben de necesitarse poderosísimas razones para desear sobrevivir en un infierno como aquel, donde reinaba la vesania en un paisaje cotidiano de muerte y desolación, si uno se siente expropiado de su condición humana y sometido a una insufrible esclavitud, después de ver anulada su identidad en una lista correlativa de números meticulosamente agrupados por colores y símbolos (judíos, rojos, gitanos, homosexuales...). Soportar esas vejaciones cuando uno acaba de perder una guerra civil y, en plena juventud, aún no se ha acostumbrado a la humillación de los sin patria y las penurias del exilio, debe resultar insufrible; sobre todo tras haberse visto de nuevo movilizados por la fuerza en el batallón de los vencidos, los perdedores de siempre a los que aún esperaba el destino más cruel que quepa imaginar. Se comprende que muchos de ellos aún no terminen de creer el final de aquella pesadilla y, por más que pasen los años, sigan despertando asustados en medio de un mal sueño que siempre es el mismo.

Los psiquiatras de postguerra acuñaron el síndrome de los KZ (campos de concentración) para denominar las secuelas psicológicas y las somatizaciones neurovegetativas de esta traumática experiencia, que persistía a lo largo de los años como una huella indeleble en la memoria de los supervivientes. También el neurólogo y psicoanalista Victor Frankl pudo salir vivo de campos tan siniestros como Theresienstad y Auschwitz, en los que perdió a sus seres más queridos y tuvo que ayudar a otros a soportar el cautiverio. De su encierro nos ha dejado algunos escritos luminosos y una enseñanza definitiva: que sólo hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos, los decentes y los indecentes.

Pero ni la descripción clínica del sufrimiento concentracionario y todas sus interpretaciones psicológicas, ni las narraciones literarias de intelectuales, políticos y artistas deportados, alcanzan el interés del testimonio de nuestros paisanos cuando cuentan humildemente las razones a las que se aferraban para seguir vivos.

Emocionaba escuchar a Jaume Álvarez relatar como se asía a sus recuerdos infantiles y confesar que era la chica que le gustaba desde la escuela quien le daba fuerzas para que alguna vez pudiera casarse con ella; aunque de sí mismo llegase a olvidar hasta sus apellidos. Jaume Batiste nos contaba sus recursos de pícaro para conseguir algún mendrugo de pan o una patata, engañando a los terribles kapos -presos comunes encargados de mantener la disciplina y el orden del campo con sádica crueldad. Más reflexivo, Lluís Estañ entretenía sus pensamientos con amargas reflexiones sobre el ser humano y sus ambiciones como causa de la sinrazón de la guerra y aquella barbarie que les había tocado en suerte soportar.

Hay que reconocer a todos su delicadeza en evitarnos los detalles más hirientes de su calvario, como también que ni siquiera guardaran especial rencor hacia sus verdugos alemanes, porque sabían muy bien que era en Madrid donde estaban los jueces que habían decidido su suerte. De aquellos 6.700 republicanos perdedores, unos 500 quedaron convertidos en apátridas que ni siquiera tenían donde ir. Y aún tuvieron la suerte de ser quienes sobrevivieron.

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Hace un par de años pude visitar el campo de Mauthausen y recorrer sus instalaciones en homenaje silencioso a los miles de víctimas que hubieron de soportar aquel suplicio, como hacen los estudiantes austriacos desde 1955, siguiendo una disposición oficial que establece la visita programada de la muestra permanente que alberga dicho campo. No creo que jamás se pueda borrar de la memoria colectiva aquel horror, pero guardo entre mis impresiones más profundas la desesperación de las palabras de un suicida, escritas con su sangre en las paredes de una celda, poco antes de morir exangüe: "Si Dios existe, debe pedir perdón por todo esto".

Una selección iconográfica de aquella exposición puede visitarse ahora en Valencia en el Museo de Historia, que ha tenido la encomiable iniciativa de organizar estos actos, entre los cuales debe destacarse la inolvidable lección de dignidad humana que recibimos quienes tuvimos la oportunidad de asistir al acto de presentación de los deportados. Sólo por su grandeza moral, tan difícil de describir, se puede justificar este sencillo testimonio que trata de agradecer el valor de su esfuerzo por sobrevivir y compartir con ellos el gozo de que estén aquí para contarlo. Quizás el paraninfo de la Universidad, allí junto a la figura de Luis Vives que se levanta contra la intolerancia que con tanta saña padecieron él y los suyos, fuera el sitio más indicado para rendir justo homenaje a nuestros conciudadanos, testigos últimos de la barbarie. De este modo aún podremos aprender algo de su experiencia ante nuevas amenazas sombrías, como las tendenciosas conmemoraciones con que se anuncia la efemérides del Día de la Raza, que los colectivos más reaccionarios aprovechan para fomentar la discriminación, la xenofobia y el racismo. Porque ya va siendo hora de desterrar este falso concepto antropológico, sostenido por lo más obsoleto de las ciencias sociales y la biología, que tanto daño ha hecho a lo largo de la historia y sólo contribuye a sembrar odios y diferencias entre los hombres, elevando cada vez más las alambradas que simbolizan crudamente la sinrazón, la injusticia y la desigualdad.

Cándido Polo es psiquiatra de los servicios de Salud Mental de Valencia.

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