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Columna
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Chabolas

Todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna, todos los que viven en España también, ya sea España una nación de naciones, un país centralista, un conjunto de comunidades históricas, autónomas, o lo que vaya proponiéndose según las circunstancias. Porque las circunstancias históricas deben ser valoradas cuando se trata de decidir lo que es una nación, algo que depende de sucesivas coyunturas históricas más que de esencias inmutables. La geografía es tan elástica y transitoria como la economía, las dos van juntas, se revuelven y toman posiciones. A veces una coyuntura geográfica invita a una buena reflexión sobre las coyunturas económicas, y otras veces la geografía sentimental sirve para borrar, oscurecer, desatender los sentimientos económicos. La relación entre los ideales y los sentimientos suele ayudar a entender los códigos cambiantes de la realidad. Los españoles nos conmovemos a la hora de pensar en nuestra geografía, en nuestros estatutos, y se alcanzan situaciones extremas de tensión dentro de un mismo partido a la hora de definir las verdades territoriales. Emociona mucho menos, sin embargo, saber que miles de inmigrantes viven en chabolas, en poblados de cartón y miseria que pertenecen a la realidad cotidiana de Roquetas, El Ejido, Murcia, Madrid o Barcelona. Cualquier preocupación es legítima, pero cuando la izquierda se emociona más frente a una bandera nacional que frente a una chabola es que ha llegado el momento de replantearse su sentido.

Las chabolas fueron un tema literario importante en la narrativa social de posguerra. Ahora suponen una preocupación menor, sin prestigio social, cultural o religioso, aunque uno vaya dejando poblados de chabolas por la derecha y por la izquierda al recorrer las autovías y las carreteras nacionales. Hace falta un incendio, una catástrofe menor, para que adquiera importancia mediática la catástrofe mayor que supone el chabolismo. Y no se trata sólo de que las antiguas chabolas estuviesen habitadas por españoles, pobres andaluces o extremeños que acudían a Madrid o a Barcelona para buscarse la vida, como hoy lo hacen los subsaharianos de Níjar. Lo más grave en realidad es que la desigualdad económica ha dejado de tener prestigio como preocupación política. La injusticia económica y el amparo social han perdido fuerza como tema de debate a la hora de firmar pactos, defender proyectos y marcar objetivos. El pensamiento crítico que se desarma ideológicamente es arrastrado por los huracanes sentimentales de creación histórica, casi siempre en manos de los más fuertes. Que la izquierda participe en la organización de una España plural, sin homologaciones, con respeto a la singularidad de cada cultura y cada ciudadano, me parece muy comprensible. Pero una cosa es eso, y otra cosa es dejar de conmocionarse ante la prioridad de una chabola, sean de donde sean sus habitantes, para llorar por un adjetivo o una calificación en un estatuto. Y hay síntomas de que esto ocurre, ya sea en el sentimiento de la izquierda nacionalista, ya sea en la estrategia de organizaciones minoritarias que buscan en la reivindicación nacional el espacio que no encuentran con otro tipo de aspiraciones. Y, sin embargo, una chabola es un puño cerrado en el paisaje.

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