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El legado de las mujeres republicanas

Emilio Silva es un joven que ha escrito libros, ha fundado una asociación para la recuperación de la memoria y ha hecho otras cosas que él mismo tendrá que contar un día. Emilio tenía una abuela que murió no hace mucho. No tenía abuelo, lo habían fusilado cuando acabó la guerra civil. Era un republicano que le tocó combatir y morir, como tantos otros. Y dejó hijos y una viuda, que nunca se consoló. Así fueron pasando los años, y esta mujer que nunca se rindió se fue haciendo vieja y, acercándose a la muerte, comenzó a sentir la nostalgia de no poder estar enterrada con su marido querido. Emilio le prometió a su abuela que buscaría los restos del abuelo y les daría sepultura junto a ella. Cumplió la promesa. La abuela de Emilio es uno de mis espejos, como también lo es él.

Otro espejo es Josefina Aldecoa. Es escritora y dirige un colegio que es una continuación del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Josefina es una mujer admirable, una gran escritora, una pedagoga que ha sabido poner sobre el papel el quehacer silencioso y silenciado de las maestros y maestras de la República, esos hombres y mujeres que, tras formarse en las Normales de España, accedían voluntaria y animosamente a destinos remotos; lugares perdidos en las altas montañas; aldeas casi sin nombre pero donde se desarrollaba la vida de seres humanos, a los que el poder siempre les había negando esa condición y, por supuesto, la atención debida.

Los jóvenes maestros, tanto en burro como a pie, iban hasta esos lugares improbables, no señalados en los mapas, e iban animados por un doble o triple estímulo: enseñar las materias suficientes para que sus contemporáneos no fuesen analfabetos; transmitir la idea de que la Republica era cosa de todos; que ellos ya no eran siervos y tenían voz y voto; y, en definitiva, salir de la dimensión de sus entornos para realizar un objetivo que fuese más allá de cumplir años y ver crecer a la familia, tarea muy encomiable, pero no suficiente.

Con Historia de una maestra Josefina homenajeó a su madre, a las maestras de la Republica, que luego fueron -las que sobrevivieron- inhabilitadas para enseñar, y también rindió homenaje a las misiones republicanas, todavía hoy tan desconocidas para la mayoría, pese a haber sido transmisoras de las mejores ideas y de haber combatido de forma tan ardorosa la arbitrariedad del poder de los sempiternos caciques. Los que a base de amenazas, miedos y oscuridades controlaban cuerpos, haciendas y almas.

De la memoria aprendida, que no mamada con la leche materna, ni enseñada en la escuela, recupero otra imagen hoy ya afortunadamente incorporada a la mejor tradición. Dolores Ibarruri se llamó al nacer, pero ella, por mil motivos, se ganó el nombre de Pasionaria. Da lo mismo que diga que Pasionaria era un seudónimo por haber empezado a escribir un Viernes de Pasión. Lo que ella haya dicho da igual, las mujeres, tantas mujeres, la vemos como una apasionada de lo mejor de la vida, de sus semejantes, los semejantes de sus semejantes, del mundo entero.

Por eso, cuando murió en Madrid, yo seguí su entierro desde Lisboa, con pena de no ser una más con un clavel rojo entre la gente que llevaba claveles rojos. Muchísimos oyentes llamaban a la radio que transmitía el entierro contando anécdotas y agradecimientos hasta entonces guardados. Y leían poemas de amor para la mujer y la luchadora. Un trabajador que pasó ante su capilla fúnebre dijo: "Para ti, Dolores, de parte de los trabajadores", y se echó mano al bolsillo. Cuando los servicios de orden iban a por él, pensando quizá que era un provocador, el hombre se sacó una armónica del interior de la chaqueta y tocó La Internacional. Nadie de traje impoluto estuvo presente en aquel reconocimiento.

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Recobrar la memoria es recobrar a estas personas. Como hizo Dulce Chacón, la más dulce de las escritoras que he conocido. Dulce reflexionó sobre el amor y se preguntó si habría algún amor que no matara. Hablaba del amor que las mujeres derraman, del que a veces reciben, quizá nunca tan intenso ni tan generoso, pero amor, el amor posible. Y siguió pensando y escribiendo sobre mujeres, porque las veía y las oía. Se acercó a las mujeres de la guerra y de la posguerra, a los seres de carne y hueso. Como otras que nos dan testimonio de que la dignidad y el amor son posibles, pese a los malos vientos. Dulce sacó a la calle el que sería su último libro, La voz dormida, y así hizo visible una época, recuperó la memoria de una generación o de varias. Ella sola, no. Le abrieron el camino tantas mujeres cuyos nombres ella recuperó.

La vida, la cocina, la lucha, la memoria. Las mujeres. Vamos caminando, pero ojalá nunca olvidemos el tomillo de la cocina de Dulce, porque el mundo necesita de las mujeres para cambiar el rumbo loco que lleva. Pero también necesita buen olor. Esa también será nuestra aportación. Nos lo han enseñando las mujeres que nos precedieron y que nos han hecho capaces de vivir, de expresarnos y de distinguir matices y olores. Benditas sean.

Extracto de la conferencia pronunciada por la periodista Pilar del Río en Sevilla el 21 de septiembre durante las jornadas Decíamos ayer. Valores democráticos de la II República, organizadas por el Centro de Estudios Andaluces, dependiente de la Consejería de la Presidencia.

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