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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El mundo, que va tan mal

Enrique Vila-Matas

1 La Travessera de Dalt (que otros llaman la Travesía del Mal) está desde tiempos inmemoriales dejada a la buena de Dios, del Diablo quiero decir. Ni siquiera el hecho de que últimamente se halle inundada de riadas de turistas que acuden al parque Güell ha conmovido a las autoridades. La Travesía es fea a morir, espantosa, parece la obra de un gigantesco Diablo superior. El problema, en todo caso, no es únicamente de estética. Después de todo, para el ciudadano común la estética no va nunca por delante de todo. (Me acuerdo de aquella panadera que le dijo a Roland Barthes: "Todavía hace buen tiempo", a lo que éste le respondió. "¡Y la luz es tan hermosa!". La panadera no le contestó y Barthes, con un cierto sentido de clase, se preguntó si no sería que ver la luz dependía de una sensibilidad estética que aquella mujer no tenía).

El problema de la Travesía del Mal no es sólo estético, sino auditivo y ligado a una sensación de abandono municipal y dejadez insoportable. Hay en ella un ruido automovilístico infernal que dura las 24 horas del día, puntuado siempre por unas ambulancias atronadoras. Hasta parece milagroso caminar por las maltratadas y repugnantes aceras. Y en fin, es una autopista disfrazada de Travessera. Desde hace más de tres años, los vecinos han colgado modestas sábanas de protesta en sus ventanas: "Clos: Autopista no. Carrer sí".

Es para llorar. Pagan sus impuestos, soportan una fea y diabólica Travesía, hablan del tiempo en las panaderías, y tan sólo piden que el lugar donde viven sea una calle. Quieren un lugar al que consigan llamar calle y por el que poder pasear. Una calle, sólo quieren eso, y no la desagradable y demencial carretera que es ahora. Pero no les hacen ni caso. Y me temo lo peor. Encajonada entre las reformas de Lesseps y unos severos jardincitos nuevos junto a la ronda del Guinardó, la Travessera de Dalt va dejando al descubierto con el tiempo una misteriosa pátina de infelicidad, como si sobre ella hubiera caído hace años una maldición y el asunto ya no tuviera corrección posible.

2 "¡Cómo está el mundo"!, ha dicho una señora que tenía yo delante en la cola para comprar el periódico. Al parecer, acababa de enterarse de que Luis Buñuel solía soñar que fusilaba al Papa. Me he preguntado qué pensaría Buñuel de este Benedicto XVI de ahora. Con tan egregio y excelso nombre seguramente le recordaría a aquel acartonado Benedicto XV de su adolescencia aragonesa y juventud francesa. Yo no sé si el ex cardenal Ratzinger (Benet para los católicos catalanes) es un buen o mal Papa, ni me importa demasiado. A la manera de Ambrose Bierce, que escribió El Diccionario del Diablo, soy de los que piensan que las religiones son "acogedores árboles en los que han anidado todos los pájaros confusos". Pero esta mañana me he levantado con ganas de que me importe todo.

Parece que es un Papa extraordinariamente conservador y un intelectual de cierta envergadura. Eso, en el fondo, despierta mi simpatía. Para bien o para mal, es un Papa que lee y piensa, y detesta la sociedad del espectáculo, y no está para esas alegrías a las que se entregaba su predecesor. Me encantó lo que el antiguo Ratzinger les dijo en Colonia a todos esos jóvenes inmaculados que suelen armar peloteras en cuanto ven que el Papa sale de viaje. Les dijo que veía riesgos en ellos de fragmentación doctrinal y que la fe debía traducirse en práctica cotidiana con los obispos y el Papa. Y añadió: "El sentimiento y las canciones no bastan". Ya sólo faltó que este interesante Papa, hombre tan envarado como incapaz de cualquier campechanía y no muy inclinado al espectáculo, les mandara a todos a estudiar y les sugiriera que desarrollaran vocaciones religiosas en lugar de tanta balada barbilampiña.

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Ayer, hacia las ocho de la tarde, cuando se estaba iniciando ya la evacuación forzosa de Nueva Orleans a causa de los peligros del agua contaminada, me encontraba en el aeropuerto de El Prat y viví en primera línea el temporal con tornados que -a ojos, al menos, del circo mediático- transformó Barcelona en una nueva Nueva Orleans. Por lo visto, en esta ciudad tenemos que estar siempre a la última. Lo cierto es que dos aviones se vieron desplazados unos 20 metros por el viento. "Tengo susto", me dijo el amigo chileno que me acompañaba. Enseguida nos pusimos a hablar de la devastación de Nueva Orleans y de cómo a la larga aún les agradecerán con votos a Bush y compañía que hayan tenido la amabilidad de haberles dejado morir como perros y luego transformar Nueva Orleans en una nueva Faluya.

Un torbellino (sin contacto con el suelo) barría en ese momento el Baix Llobregat y Garraf. "Lo que nunca olvidaré de Nueva Orleans será el placer de sudar con el picante de los gumbos, nunca olvidaré sus espesas sopas con quimbombó", susurró mi amigo con una voz casi angustiosa, muy nostálgica. Y esta vez quien "tuvo susto" fui yo. Nunca llegamos a conocer bien a los otros.

4 Hoy he acompañado a un querido familiar a la sastrería. Hacía una infinidad de años que no veía a un sastre en acción. He recordado mi infancia mientras el familiar y el sastre se enzarzaban en una letanía de lamentos por la situación general del mundo y de Barcelona en particular y me ha sido imposible no recordar un famoso diálogo de una obra de Samuel Beckett: "Dios hizo al mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses", dice el Cliente. "Pero, señor, mire el mundo y mire su pantalón", responde el Sastre.

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