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Reportaje:[23] MALOS DE LA HISTORIA

El criminal en potencia

El Marqués de Sade. Su vida se confunde con su obra. Su apellido da nombre a los peores instintos sexuales. Donatien-Alphonse-François de Sade (1740-1814) reinventó las perversiones de la carne y las convirtió en literatura. Pasó la mitad de la vida en cárceles y manicomios. Su leyenda impresiona.

Vicente Molina Foix

En otoño de 1797, el marqués de Sade, en libertad de una de sus numerosas prisiones, se siente nuevamente acosado. El golpe de Estado del 18 fructidor del año V (equivalente en el calendario de la Revolución al 4 de septiembre de 1797) había desencadenado en Francia un nuevo furor jacobino, y el Directorio que se ha hecho con el poder dicta, entre otras medidas contra la prensa monárquica y el clero, una ley pensada para castigar a aquellos miembros de la nobleza sospechosos de haber salido del país (ellos y sus bienes) a lo largo del periodo revolucionario. Sade se dirige entonces, a través de su apoderada y más duradera amante, Madame Quesnet, al hombre que está al frente del Directorio, el vizconde de Barras, con quien tiene diversas semejanzas: ambos son nobles y de familia provenzal, ambos fueron enemigos del ahora defenestrado Robespierre, y Barras, como Sade, ha llevado una visible vida de disipación amatoria. Mientras Madame Quesnet se esfuerza en probar la fidelidad de Sade a la causa revolucionaria, éste teme que precisamente por ser Barras un hombre del sur (donde el marqués tuvo no sólo sus dominios, sino también sus escándalos) prefiera, para protegerse a sí mismo, no mostrar una excesiva clemencia con tan notorio libertino.

Los temores de Sade se cumplieron, y en sus memorias el vizconde de Barras llama a su paisano "anomalía en medio de la especie humana", hablando de un "sistema" que Sade habría establecido gracias a sus obras literarias, a las que reconoce talento. De acuerdo con ese sistema, escribe Barras, "los placeres de los sentidos, en lugar de consistir en la reciprocidad de las sensaciones agradables, han de fundarse por el contrario en el más grande dolor del objeto elegido para saciar las pasiones. No le bastaba [a Sade] con obtener de ellas su expresión más fuerte a través de la violación y la violencia ejercida sobre todos los sexos, llegando a profesar que la voluptuosidad no podía prescindir de la sangre y la carnicería […] Y así fue como, para atraer prosélitos, para engolosinarlos y fortalecerlos en sus criminales rutas, trató de demostrar por medio de la novela, con todo el prestigio de la elocuencia y todo el rigor de la lógica, que las desdichas de este mundo están reservadas a lo que llamamos virtud, y los laureles de la felicidad le corresponden al vicio; y que así ha sido desde Adán, y nunca dejará de serlo".

Para hacer una semblanza del marqués de Sade, incluso si no se le quiere juzgar, la dificultad está en el grado de nuestra pasión y no en los datos, que son abundantes. Muchos de sus textos, incluyendo la que pudo haber sido su más mefítica novela, Las jornadas de Florbelle, se extraviaron o quemaron, pero Sade fue un colosal grafómano, y las miles de páginas publicadas póstumamente no alcanzan ni mucho menos la totalidad de lo que escribió. A partir de 1900 empezaron a llegar los biógrafos, conscientes, desde la primera hojeada a los manuscritos entonces inéditos, de que allí había material para una interminable orgía psicocrítica; no es extraño que dos de los primeros en ocuparse de él fueran médicos. El caso clínico del Divino Marqués. Pero también muy tempranos en el siglo XX fueron los deslumbrados por su "sol negro", los que ingenua o malévolamente vieron en él al "espíritu más libre que jamás haya existido", como dijo Apollinaire en su influyente perfil bioliterario aparecido en 1909. Con todo, las palabras antes citadas de su contemporáneo Barras constituyen, a mi juicio, un equilibrado dictamen de la personalidad de Sade. Un hombre fronterizo entre el mal y el vicio (dos cosas bien distintas), entre la práctica de una crueldad delictiva y el ejercicio de una concupiscencia extremadamente violenta pero imaginaria.

De noble linaje y origen pequeñoburgués, puesto que su primer ancestro conocido, Hugues de Sade, fue un industrial del cáñamo, casado -según el cuento familiar- con una Laure de Noves que habría sido la Laura de Petrarca, el futuro marqués, Donatien-Alphonse-François (y usaremos aquí, como es costumbre, las siglas de D.-A.-F.), nació en 1740 en París, de un padre conde, disoluto, veleidosamente homosexual, entretenido entre la milicia y la diplomacia, y de una madre indiferente, muy apagada, a la que el hijo siempre odió. D.-A.-F. fue un niño despótico y caprichoso, pero no hay que buscar en ello rasgos sádicos avant la lettre; muchos vástagos de alta cuna lo son, y más si la infancia trascurre de un castillo a otro y se le aplica después al pequeño la pedagogía de los jesuitas.

A la edad de 14 años, el niño Donatien es sacado del colegio Louis-le-Grand por su padre, Jean-Baptiste, que le destina a una carrera militar. Empieza el único periodo convencional, edificante, glorioso, de la vida de D.-A.-F. Apenas cumplidos los 18 participa activamente en la Guerra de los Siete Años, donde se distingue en una batalla cerca del Rin y recibe de manos de Luis XV una cruz al valor. El conde está feliz, pero no se conforma con ello; quiere toda la felicidad institucional para su hijo. El matrimonio. Con esa boda forzada e interesada empieza sin embargo a torcerse la rectitud del joven héroe, amante de otra mujer menos rica pero más ligera de costumbres, la señorita de Lauris, quien, sin hacer caso a sus encendidas cartas de amor, acaba dejándole. Donatien se somete entonces al yugo matrimonial y -aunque le gusta más una hermana pequeña de su prometida, Anne-Prospère, con quien años después hará una escapada a Italia- se casa solemnemente en 1763 con Renée-Pélagie de Montreuil. Sensata y dulce, desgarbada y feúcha, como su propia madre, Madame de Montreuil, da a entender en una carta, a D.-A.-F. le molesta más que su esposa tenga pocas lecturas y una mala ortografía. Aun así, procrearán tres hijos, y Renée-Pélagie dará muestras a lo largo de la tormentosa vida conyugal de sensibilidad y astucia, mucho aguante y una fidelidad no correspondida.

Muy poco después del enlace nupcial empiezan los estragos. Apollinaire, siempre dispuesto a ponerle un capote a su admirado marqués, da una explicación sumaria y cándida: desterrada al convento la hermana pequeña Anne-Prospère, Donatien "experimentó un gran despecho, una gran pena, y se entregó al desenfreno". Los hechos no parecen haber sido así de sentimentales. El 29 de octubre del mismo año, al cumplirse los cinco meses de la boda, el marqués de Sade es detenido por primera vez por orden del rey y conducido a la que será su primera prisión en la ciudadela de Vincennes. Según la declaración policial de Jeanne Testard, una joven prostituta víctima y acusadora de Sade, éste, asistido al principio por un criado, la llevó a su domicilio privado de la calle Mouffetard, y cuando la chica se declara embarazada, cristiana y asustadiza, Sade la tranquiliza, haciéndola pasar al dormitorio. La habitación, según el relato de Jeanne, está decorada de crucifijos de marfil, imágenes de la Virgen y escenas del Calvario, colgadas en la pared entre grabados obscenos y una panoplia de látigos, varas y disciplinas tanto de soga como de metal. Mientras la instruye para que le fustigue con unas bolas de hierro al rojo vivo, D.-A.-F. le pide a la chica que elija el látigo con el que él mismo la castigará. Jeanne se niega, Sade se irrita, saca unas pistolas, la amenaza con la hoja de un puñal y, extasiado por el horror de la muchacha, eyacula sobre dos cristos de marfil. Tras someterse a los siguientes deseos del marqués, que incluyen su propia sodomía utilizando aparatos artificiales y la profanación de hostias consagradas, se van a la cama, donde, para arrullarla, D.-A.-F. le lee versos "repletos de impiedades y totalmente contrarios a la religión". Él se duerme, pero no ella, que logra escaparse de la casa y encontrar una comisaría.

El marqués estuvo sólo quince días encarcelado: Jeanne era una chica de la calle; Sade, un noble aún con influencias en la corte, y los tiempos "antes de la revolución", muy abiertos a todos los deslices eróticos. El propio inspector encargado del caso reconoció en su informe que en ningún burdel de la capital faltaban las fustas y las varas de flagelar, y "esta pasión domina singularmente a los eclesiásticos". A partir de ese incidente y del breve encarcelamiento en Vincennes, podríamos decir que la vida del marqués de Sade sigue una pauta casi ininterrumpida de atropellos, estupros, denuncias, prisiones, subterfugios, huidas, promesas de regeneración conyugal, adulterios, estrechez económica, pasión literaria. Aún falta tiempo para que se le conozca por sus obras, no menos disolutas que sus actos, pero ya Donatien empieza a soñarse escritor.

El siguiente objeto de su deseo fue una mendiga engañada a la que Sade hiere frenéticamente con un cortaplumas, derramando luego sobre la carne abierta cera fundida. Siete meses de cárcel en un fortín. Y una cierta disculpa entre las clases pudientes, que se toman en serio (la inteligente Madame du Deffand entre otros) la excusa dada por D.-A.-F. para acallar el escándalo: al verter la cera sólo trataba de experimentar las virtudes de un ungüento curativo de su invención.

De nuevo en libertad, Sade la aprovecha: Renée-Pélagie le da (en 1771) un tercer hijo, una niña, la pareja se deja ver con frecuencia en sociedad, el marqués viaja y estudia su retorno al ejército, ganando así el perdón y la ayuda de su suegra, la poderosa Madame de Montreuil, sombra persecutoria y antagonista a lo largo de toda su vida adulta. Hasta que, al poco, sucede el episodio tal vez más famoso en el historial maleante de Sade: el asunto de Marsella, también conocido como el caso de los bombones de cantárida. Esta vez no hubo incisiones ni cristos mancillados, sino una enrevesada corrupción estomacal con los dulces rellenos del polvo extraído de ese insecto, la cantárida, conocido en farmacia como desencadenante urinario y entre los erotómanos -bajo el nombre de mosca española- por su poder afrodisíaco. Las víctimas eran unas chicas ligeras reclutadas en el puerto de Marsella por Latour, sirviente del marqués, las cuales, gravemente descompuestas tras ingerir los bombones, denunciaron a quien con esa fórmula magistral trató de incitarlas a realizar actos contra natura. Sin duda por sus ribetes más cómicos que macabros, el asunto tuvo una repercusión nacional, revelándose (según el testimonio jurado de las chicas) que, al negarse ellas a copular analmente pese al influjo de la mosca española, vieron cómo el propio marqués se hacía penetrar brutalmente por el criado Latour, en medio de una exaltación placentera que bien podría ser la que años después Sade pone en boca del señor de Bressac, uno de los protagonistas de la que para algunos es su obra maestra, Justine: "No sabes lo delicioso que es ser la zorra de todos los que os desean […] ser sucesivamente en el mismo día la amante de un mozo de carga, de un marqués, de un lacayo, de un monje; ser por turno querido de todos, acariciado, envidiado, amenazado, golpeado, unas veces entre sus brazos victoriosos y otras a sus pies, enterneciéndoles con caricias, reanimándolos con excesos". Tiene una lógica que el generador del sadismo fuera también masoquista.

Las acusaciones en el asunto de Marsella resultaron muy graves: envenenamiento y sodomía; el primer delito, penado con la decapitación; el segundo, con la hoguera. Sade se escabulle, y, tan desafiante como lúbrico, vive su aventura italiana con la cuñada Anne-Prospère, refugiándose a continuación en Cerdeña. Pero la saña vengativa de su suegra, Madame de Montreuil, llega hasta allí, y D.-A.-F., detenido por orden del rey sardo, es encerrado en la ciudadela de Miolans. Su esposa, Madame de Sade, le defiende públicamente frente a su propia madre: "No es un criminal a quien ella persigue, sino un hombre que ella considera rebelde a sus órdenes y voluntades". La muerte de Luis XV y los cambios gubernamentales del nuevo monarca Luis XVI le son favorables al preso, que ve revocada su condena, pudiendo regresar, protegido y acompañado por su mujer, Renée-Pélagie, a Francia, donde, en 1774, se instala en su castillo aviñonés de La Coste.

La reconciliación matrimonial no implica el apaciguamiento de la voracidad sexual de Sade. Rodeado de un pequeño serrallo de niñas, D.-A.-F. ejercita sus aficiones teatrales escenificando con ellas (y con Renée-Pélagie, ganada a la causa de la fornicación en grupo) pantomimas lascivas. Lee también ávidamente, y empieza a delinear su carrera literaria con la redacción de un Viaje a Italia. Esa plácida vida es alterada un día de enero de 1777 con la irrupción en el castillo del padre de una de las cocineras, Justine, un nombre figurado, reclamando la devolución de su hija, según él secuestrada por el marqués, quien lo niega todo mientras Justine, más sirviente en su cama que en los fogones, se echa a los brazos del padre. Éste dispara su pistola sobre el marqués, que sale ileso, pero el nuevo escándalo lo aprovecha la implacable Madame de Montreuil. Instalado Donatien en París, las intrigas de su suegra y la estela de sus delitos le incriminan: es juzgado por "desenfreno y pederastia", aunque siendo finalmente la condena por "desenfreno y libertinaje a ultranza", tan sólo se le amonesta y destierra. Sade vuelve a La Coste, encuentra allí una nueva amante, y paseando con ella una tarde de 1778, ve entre los árboles del parque del castillo unas sombras amenazantes, y sin más decide escapar. En vano: por instigación de Madame de Montreuil, se han revisado todas las causas pendientes, y el efecto acumulativo de tanto desmán es letal: Sade es capturado y confinado en la prisión de Vincennes, que será, con la Bastilla y Charenton, su domicilio en los doce años siguientes.

"En la cárcel entra un hombre, y de ella sale un escritor", dijo Simone de Beauvoir en su interesante ensayo ¿Hay que quemar a Sade? En los dos primeros años de encarcelamiento, el marqués, convertido ahora en Monsieur 6, número de su cédula carcelaria, ordena y pone en limpio el manuscrito del Viaje a Italia, dedicando gran parte del día a la lectura: Marivaux, Voltaire, Laclos, junto a sus clásicos de cabecera, Virgilio, Montaigne, Tasso. Lee también libros de historia y de filosofía, mientras se entrega con entusiasmo a la obsesión teatral, ahora como autor dramático muy celoso de ver estrenadas sus obras comercialmente, cosa que rara vez consiguió. En 1784 se clausura la prisión de Vincennes, y Sade es transferido a la fortaleza de la Bastilla; lleva con él ya acabado su breve Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, un contundente alegato en favor del ateísmo, y los primeros esbozos del más conocido y difamado de sus trabajos como escritor, Las 120 jornadas de Sodoma.

En la Bastilla remata ese libro, escrito inicialmente, a lo largo de 37 días, en un rollo de papel de 12 metros de longitud que posteriormente Sade copió con escritura microscópica (a fin de evitar su incautación) en hojas de 11 centímetros fáciles, creía él, de camuflar. Aunque los sadianos prefieren otras novelas suyas como la citada Justine, cumbre de la perversidad picaresca; el claustrofóbico y no menos depravado rondó de La filosofía en el tocador o la alegoría filosófica Aline y Valcour, a mí no me cabe duda de que Las 120 jornadas de Sodoma es -y no por calidad- el libro más extraordinario jamás escrito, y su destino corre parejo al de la Revolución, no sólo por sus accidentes. Es una obra, como dijo Barthes, irrespirable; el minucioso catálogo de asesinatos atroces, humillaciones, violaciones y escenas coprofílicas de que se compone, más que repugnar o excitar, agobia al lector, conduciéndole, en su traspaso de todo límite, a una altura sofocante o un vacío vertiginoso. Nunca antes se había escrito nada así, como tampoco nunca una convulsión del injusto orden social había producido tanto terror y tanto daño en la Europa moderna. De forma simultánea, el libro impublicado de Sade y el germen revolucionario francés quedarían latentes hasta su explosión, liberadora y mortífera, en las primeras décadas del siglo XX.

El 2 de julio de 1789, Donatien, que ha sido informado por su esposa de las revueltas que agitan París, sigue nervioso desde su celda el refuerzo de las defensas militares en la fortaleza, que le impide, por orden del gobernador, hacer su diario paseo por las almenas. Empieza entonces a vociferar hacia la calle que se está degollando a los presos y que los carceleros son todos unos asesinos, y ante el revuelo creado, el marqués ha de ser reducido, maniatado y, en mitad de la noche siguiente, trasladado al manicomio de Charenton. Diez días después del traslado, el 14 de julio, tiene lugar la toma de la Bastilla. La Revolución vacía las cárceles, pero en el asalto multitudinario la biblioteca personal del marqués es "lacerada, quemada, arrebatada, saqueada", desapareciendo también sus manuscritos, que ni siquiera las reiteradas pesquisas de su mujer logran recuperar. Pocos meses después, los dos hijos varones acuden al manicomio a comunicarle a su padre que el nuevo orden va a liberarle. A punto de cumplir los 50 años, Donatien sale de Charenton.

En esta segunda etapa posrevolucionaria de su vida se produce una aparente metamorfosis: no siendo aconsejables ni tal vez posibles las perversiones a escala feudal del gran señor, Sade se asienta (una vez que Renée-Pélagie ha decidido no aguantar más y separarse de él) con una nueva y también fidelísima amante, Madame Quesnet, a la que llamará Sensible. Son años de relativa estabilidad en los que, sin embargo, su espíritu demoniaco se sigue manifestando en los libros, los panfletos y las intervenciones como orador y tribuno popular. Ya no hay raptos de jovencitas ni suministro de caramelos trucados: la horripilante carga de disolución se transmite por vía impresa, y la publicación de Justine o las desgracias de la virtud (1791), La filosofía en el tocador (1795) o La historia de Juliette (1797) acrecienta su fama de peligroso corruptor y blasfemo, causándole problemas, sobre todo en el periodo del "Reinado del Terror" jacobino comandado por Robespierre, un puritano radical que desconfiaba de los desmandados apetitos de Sade y un demagogo capaz de pronunciar la frase "El ateísmo es aristocrático". Si algo distinguía al marqués precisamente, antes y después de la Revolución, era la vocación atea, manifiesta, como ya se ha contado aquí, en sus sesiones de sadomasoquismo sacrílego, y con muy articulada elocuencia en sus obras: "La religión debe apoyarse en la moral, y no la moral en la religión", escribe Sade en la larga proclama social intercalada en las páginas de alto contenido erótico de La filosofía en el tocador, dirigiéndose a sus conciudadanos en estos términos: "Franceses, os lo repito, Europa espera de vosotros verse libre a un tiempo del cetro y del incensario" (cito por la traducción de Mauro Armiño, Valdemar).

Sade sobrevivió a Robespierre, pero los últimos años de su vida, sin cambiar el signo aciago y la trasgresión, tuvieron momentos patéticos: el marqués reniega más de tres veces de esas novelas escandalosas publicadas sin nombre, pese a lo cual vuelve a ser detenido en 1801 para la que será su última y definitiva morada carcelaria, de nuevo en Charenton. Aunque el recluso gozó allí de insólitos privilegios por la simpatía ilustrada del responsable del manicomio (libertad de movimientos, encuentros amorosos sin restricción, representaciones teatrales, muy frecuentadas por la aristocracia parisiense, en las que él dirigía a los lunáticos, como plasmó Peter Weiss en su pieza Marat/Sade),

D.-A.-F. se siente obligado a escribir personalmente en 1809 a Napoleón Bonaparte, quien, tras su flamante escalada del poder desde que le nombraron cónsul republicano, ha reinstaurado en todo su esplendor el cetro y el incensario coronándose emperador de Francia. La untuosa carta está escrita en tercera persona: "El señor de Sade, padre de familia, en el seno de la cual ve para su consuelo a un hijo distinguido en los ejércitos, arrastra desde hace nueve años, en tres prisiones consecutivas, la más desgraciada vida de este mundo. Septuagenario, casi ciego, abrumado de gota y de reumatismos en el pecho y el estómago que le hacen sufrir horribles dolores". Como en el caso de la antigua petición al vizconde de Barras, Napoleón no se dejó conmover por los acentos lastimeros de Sade y escribiendo, también él en una tercera persona mayestática, el Memorial de Santa Helena, dice haber leído en su día una novela de Sade, "el libro más abominable que haya concebido la imaginación más depravada", que llevó a su autor preso, situación que al emperador le sigue pareciendo apropiada para semejante vulnerador de la moral pública.

1814. Napoleón sucumbe al vaivén de la política francesa de esos años, pero su sucesor Luis XVIII se mostrará aún más severo con Sade, tratando de recluirle carcelariamente en su cuarto y suspender las funciones teatrales del hospital. Acompañado hasta el final por la constante Sensible y por Mademoiselle Madeleine, una muchachita que sería su último amor o su última presa desde que se conocieron, teniendo ella 12 años, muere Donatien el 2 de diciembre en presencia de su hijo Claude-Armand, que había ido a visitarle a Charenton. En contra de sus últimas voluntades, muy detalladas, la tumba del marqués, para la que él mismo había escrito un epitafio presentándose como "detenido bajo todos los regímenes", fue coronada con una cruz.

A tan tempestuosa vida siguieron cien años de silencio, hasta que en 1904 un psiquiatra berlinés publica una edición restringida de la copia de Las 120 jornadas de Sodoma que, sin saberlo su autor, había sobrevivido al asalto de la Bastilla. Pronto empieza a hacerse realidad la profecía de Apollinaire de que el marqués de Sade dominaría el siglo XX. Algunos de sus más grandes escritores le estudiaron a fondo y le apreciaron, el surrealismo le tomó como enseña de rebeldía convulsiva, y, rescatadas sus obras del infierno de los coleccionistas especializados, no han dejado nunca de ser editadas y quizá leídas, alcanzando últimamente la suprema consagración de los clásicos: formar parte de la venerable colección de La Pléiade. ¿Redime todo esto a Sade? ¿Le hace mejor hombre, menos criminal?

Literariamente, Sade es excepcional. Fundó una literatura entera, distinta, resonante y auténticamente seminal, que ninguna otra lengua que yo conozca posee (al margen de su excelencia artística, para mí no muy grande). Y la persona también fascina en sus contradicciones. Vehemente adalid contra la pena de muerte cuando las cabezas rodaban por toda Francia, creador de prototipos femeninos de una descarada independencia e igualados en perversión a los hombres, defensor valeroso y muy precursor (en uno de sus libros publicados en vida, La filosofía en el tocador) de la opción homosexual, el riesgo ante su figura es caer en la falacia romántica, la misma que ha ennoblecido con un aura legendaria a asesinos reales como Landrú, Roberto Zucco o El Estrangulador de Boston. Dos importantes factores distinguen a Sade de semejantes antihéroes. Aunque sus novelas abunden en truculentas escenas de asesinato y tortura, la peor criminalidad sadiana es intencional, imaginada. Y si hay un vicio que le caracteriza -por encima de los demás que tuvo-, es el de escribir. Ningún malvado ha sustanciado sus crímenes con 20.000 páginas de una monumental aridez y una notable potencia turbadora. No son, pese a todo, motivos suficientes para sacarle del purgatorio, un lugar sin duda del agrado de Sade. Los hechos históricos, documentados, se imponen a la ficción: D.-A.-F. fue un indeseable que abusó con saña de su poder, de su dinero y de la astucia de su formidable inteligencia para herir, violar, embaucar y envilecer al más débil, al pobre y al simple.

Acabo con una fantasía de corte inocuamente sádico.

El llamado por sarcasmo Divino Marqués llenó las hojas de sus diarios y sus libros con juegos numéricos y signos indescifrables, que en algunas novelas parecen constituir el esqueleto hermético de la acción. Pues bien, en su posteridad hubo seis nombres que constituyeron la avanzadilla de la hoy abundante facción sadiana, y los seis -Barthes, Bataille, Beauvoir, Bergamín, Blanchot, Breton- tienen la misma letra inicial en sus apellidos. ¿Casualidad o designio? La B le dio futuro a Sade con un dispositivo que tiene sus pasajes más inspirados en Barthes (cuando habla de la inapelable "verdad léxica" de D.-A.-F.), en la comparación de Bataille entre Sade y Goya (atormentados ambos por el exceso del dolor, el autor de Las lágrimas de Eros ve tanta aberración en el pintor como en el marqués) y en José Bergamín, quien señaló muy pertinentemente que la dimensión desmesurada y el verdadero peligro de la vida y la obra de Sade radican en su voluntad pedagógica, en el obstinado empeño didáctico de sus más despiadadas lecciones. Pero avanzando en el abecedario encontramos a quienes no le disculparon. Raymond Queneau, el novelista de Zazie en el metro, escribiendo en la significativa fecha de 1945, no duda en despojar al marqués de la impronta libertaria que Breton y Éluard, durante la fase comunista del surrealismo, le habían dado; para Queneau, "el mundo imaginado por Sade y querido por sus personajes (¿y por qué no por él?) es una prefiguración del mundo en el que reinan la Gestapo, sus suplicios y sus campos". Y así lo puso en imágenes Pier Paolo Pasolini al trasponer en su película Salò o las 120 jornadas de Sodoma la acción del libro original desde la mansión en la Selva Negra donde trascurren los cuatros meses de brutal orgía a una villa ocupada por cuatro mandamases de la república fascista de Salò. Politizando de manera inequívoca el relato, Pasolini, que había leído bien a todos los escritores sadianos, de la A a la Z, mostró, en la lúgubre etapa final de una trayectoria de escritor y cineasta siempre franca y osada en materias venéreas, la sombra más ominosa de Donatien-Alphonse-François.

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