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LA VENTANA DE GUERRERO
Columna
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Esperando a los nuevos vecinos

Licor 43, ¿recuerdan? Con dicho nombre se conoció durante los años ochenta al histórico equipo de baloncesto de Santa Coloma de Gramenet. El club tenía una afición fiel y entusiasta, de domingo por la mañana con vermut, y esta puede ser una de las razones que llevó a los chicos de la foto -quietos ahora en el tiempo- a jugar a baloncesto una tarde de verano, frente al objetivo de Guerrero.

Otra razón, quizá más verosímil, tiene que ver con esa tendencia subversiva y tan natural que anida siempre en los niños, y más si se encuentran en el extrarradio. Basta una señal que alerte del peligro de electrocución. Esa silueta de un señor herido por un rayo en un fondo rojo (rojo de sangre), colocado al pie de la torre eléctrica, debió de ser una provocación, un estímulo, antes que un estorbo o una advertencia. El más espigado de la pandilla se encaramó a la pirámide y realizó una pequeña obra de arte: con gran pericia en los nudos, ató a la torre una caja de madera sin fondo que hacía las veces de cesta. Y además con recochineo: el señor doliente de la señal era ahora la diana a la que apuntaban para asegurarse la canasta.

Los tres niños y medio parecen pasarlo muy bien. Podrían representar uno de esos anuncios de zapatillas tan actuales, sólo que 25 años atrás

Podríamos detenernos en el origen de esa caja negra, cuyo fondo inútil reposa en un rincón a la derecha -¿era un altavoz en desuso?, ¿un puf de esos tan de moda en los setenta, que alguien tiró asqueado?-, pero otros detalles más relevantes atraen nuestra atención. Por ejemplo: los tres niños y medio que salen en la imagen parecen pasarlo muy bien. Podrían representar uno de esos anuncios de zapatillas tan actuales, sólo que 25 años atrás, cuando los chicos calzaban con orgullo las Paredes, las Kelme, las Victoria, compradas en el mercado. Se trata de esa estética de barrio que tanto gusta ahora, y más si la imagen es en blanco y negro.

Los niños han formado dos equipos -unos se han quitado la camiseta para no confundirse con los otros- y juegan un partidillo. A veces el arbolito escuálido puede ser un buen defensa en zona, pero resulta también una molestia cuando hay que tirar una falta personal. La pelota es de plástico, ganada en una tómbola de las fiestas, y bota demasiado alto. La caja negra, con sus aristas, escupe los rebotes de forma endemoniada y a veces hay que recoger la pelota junto a la carretera. El anuncio nos diría: así, con tantas adversidades, en semejantes escenarios, se forjan los grandes jugadores del futuro.

Debajo de la canasta, el niño más bajo salta para lanzar la pelota y su cuerpo adopta una forma extraña (casi como el señor electrocutado de la señal). Ignoramos si su afición le llevó a jugar algún día, años más tarde, en el Licor 43. Ignoramos también quién ganó el encuentro, y si ese lanzamiento entró. He aquí, una vez más, el misterio de cada fotografía, el tiempo detenido. Nos gustaría saber más de esos niños jugando al baloncesto cuando todavía nadie lo llamaba básquet. Nos gustaría saber lo que queda de esa torre eléctrica, si siguen pintadas en su base las franjas verde, blanca y verde de la bandera andaluza. Si las señales de peligro se oxidaron pronto. Si el arbolito creció frondoso y fue cortado años después -con su tronco grabado de grafitos y corazones con flecha-. La única certeza es que ahora nada es ya como era entonces, dicho sin nostalgias ni romanticismos, sin acritud. Porque así funcionan los planes urbanísticos: se tira una calle, se construye una acera, se planta un arbolito y, a la espera de que lleguen las casas y los vecinos, se dejan los matorrales y las torres eléctricas como decorado. Entretanto, por suerte, siempre aparecen los niños y hacen de las suyas.

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