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Columna
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Sexo y poder

La semana pasada, Canal + emitió Cuando España se desnudó, un documental sobre el destape cinematográfico, que explotó tras la muerte de Franco. Dirigido por Manuel Romo y con guión de Ramón de España, el documento incluía entrevistas con personajes como Andrés Pajares, referente de aquella calentura industrial. Pajares hizo una revelación importante: Mel Brooks plagió a Mariano Ozores y copió casi todos los gags de sus películas.

Milagro

Una de las reflexiones de Cuando España se desnudó tiene que ver con la necesidad de recurrir al desnudo para compensar los años de represión y hambruna sexual.

Dice la voz en off: "No es que hacer el amor fuera un pecado, es que era un milagro". Pajares, Esteso y Landa eran los tres tenores de aquella opereta en la que, con un planteamiento perverso, se daba entender que la gente no copulaba por culpa del dictador. Hoy, en cambio, la televisión trivializa el gran mérito de la seducción y su faceta física. Cualquier conversación deriva hacia el tomate (¿tuvo sexo Rocío Madrid antes o después de su boda?, se preguntaba Boris Izaguirre en Crónicas marcianas) y se transmite la impresión de que si antes era un milagro tener relaciones, ahora el que no pilla es porque es idiota.

Tigres

Es difícil poner en práctica las enseñanzas de Lorena Berdún y su Dos rombos (TVE-1), del que se emitió la última lección. Muchos alumnos todavía están atascados en la lección de la masturbación y, como máximo, aprenderán a manejar los vibradores que mostró 7 días, 7 noches (Antena 3). De todos los tópicos sobre la sexología divulgativa, el que más me divierte es el que insiste en que conviene hablar de sexo con normalidad y naturalidad. Luego, cuando estás en lo alto del armario, en pelotas, con los calcetines puestos y el corazón latiendo al compás de un inestable orgullo heterosexual, a punto de acometer un temerario salto del tigre, te preguntas qué demonios tendrá de normal y natural toda esta disparatada escenografía sensual.

Abundancia

TVE oscila entre la sequía y la abundancia. Ahora acumula sus mejores series y no da tiempo a digerir tanta materia prima (algunas servidas en doble dosis). Para completar esta saturación de calidad, vuelve El ala oeste de la Casa Blanca (La 2), una serie extraordinaria que, pese a no incluir casi nada de sexo, crea una adicción superior a la de cualquier película de, pongamos, Veronica Vanoza. El presidente de EE UU tiene esclerosis, pero se presenta a la reelección. Su entorno le anima, pero su esposa, que le conoce bien sin tener que adorarle por su cargo, se da cuenta de que el poder le ha cambiado. Todos los altos cargos públicos y privados deberían ver la serie. Para no perder algunas malas costumbres, la echan a las dos de la madrugada, la auténtica hora de los corazones solitarios.

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