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Columna
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La línea dura

Conozco a Juanvi Martínez Luciano más años de los que recuerdo, y, además de que siempre me pareció un caballero, me cuesta creer que ahora haya sido tan desconsiderado, manirroto o incompetente al frente de Teatres de la Generalitat como para merecer un cese fulminante y sin explicación alguna. Me consta, además, que tenía planes a largo plazo, esos plazos que, en los países civilizados, se prolongan al menos durante una legislatura, a fin de disponer de tiempo suficiente para asentar y desarrollar un cierto programa de actuaciones.

En realidad, al margen de la colección de virtudes y defectos que puedan exponer los interesados, los sucesivos responsables de nuestros teatros públicos, desde Antonio Díaz Zamora como primer director del Centre Dramàtic de la Generalitat hasta el ahora cesado J.V. Martínez Luciano como director de Teatres de la Generalitat, pasando por Antoni Tordera, Francisco Tamarit, José María Morera, Manuel Ángel Conejero, Juan Alfonso Gil Albors, Jaime Millás y Joaquín Hinojosa, han tenido que lidiar con un doble calvario a lo largo de su gestión, afortunada o no según los casos: el que supone contentar al político del que dependían y el que sugiere la necesidad de apaciguar los ánimos de la profesión local. Ni una ni otra tarea son de fácil solución, de ahí la colección de víctimas acumuladas, nueve en quince años, con lo que cada una de ellas sale a menos de dos temporadas de gestión. Así no hay manera de poner en pie, ni de mantener, un proyecto serio de intervención pública en las artes escénicas.

La actitud de los responsables políticos siempre ha estado clara. Una actitud vacilante, muy propia del que no sabe con qué diablos se la juega, además de considerar el asunto como algo menor en el programa de su partido, y siempre dispuesto a cortar cabezas para ahorrarse problemas en cuanto surgen las primeras quejas o a algún interesado le da por alimentar controversias, siempre que sean susceptibles de ser magnificadas. Y de otra parte está la actitud, tantas veces incomprensible, de la profesión escénica valenciana. He sido testigo de desencuentros fastuosos que pondrían los pelos de punta si se contaran en detalle, cuando los profesionales valencianos consideraban sin tapujos que el teatro público debería estar a su servicio, que es como decir que el Teatre Nacional de Catalunya debería reponer a Pitarra todas las temporadas. Con lo que se alude también a un problema de proporciones. De la proporción armónica, para ser precisos.

La fusión indeseada de ambos conflictos, que todavía siguen sin resolverse, y que acaso jamás puedan conciliarse, además -acaso- de alguna que otra añagaza proveniente del interior del organigrama de Teatres de la Generalitat, ha propiciado ahora el cese inexplicado de Juanvi Luciano. Al amante de la escena le gustaría pensar que esa drástica medida se adopta en favor de nuestro teatro y de nuestra danza. Aunque sólo sea porque desearía abandonar de una vez el paralizante escepticismo.

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