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Independiente, demasiado independiente

Santiago Eguidazu

Si Kafka escribiera en estos días, Gregorio Samsa, su inmortal personaje, no se habría transformado en un monstruoso insecto, sino, probablemente, en consejero independiente. El consejero independiente amenaza con convertirse, en efecto, en el bicho más raro de nuestra fauna empresarial. Se le suponen tantos atributos como patas exhibe el ciempiés kafkiano, y al igual que éste, necesita un duro caparazón, aunque sólo sea para refugiar en él su atribulada existencia. Un consejero de esta especie, para ser independiente sin mácula, debe serlo y haberlo sido del equipo ejecutivo y del presidente; del accionista mayoritario, de referencia o simplemente significativo; de otros consejeros y de otras empresas que ostenten consejeros en la suya o mantengan con ella relaciones económicas apreciables; puestos así, debiera serlo también de los proveedores y clientes relevantes y puede que hasta de los gobiernos en cuyas circunscripciones opere la empresa, y por supuesto, del omnipresente Gobierno de la nación.

"Un consejero, por muy independiente que sea, por muy útil o eficaz que se revele, debe rotar"

Pese a haber sido nombrado por una Comisión de Nombramientos integrada exclusivamente por independientes, tendrá que ser evaluado periódicamente, porque nadie garantiza que el tiempo, los halagos o la pacífica convivencia en el seno del Consejo no acaben erosionando su codiciada virginidad. Para desincentivar tan desagradable episodio mejor es que cobre poco (más no tan poco como para parecer idiota) y, como prescriben algunos de los manuales al uso, tener carácter y personalidad, y un criterio formado e informado. También se requiere calidad y prestigio profesional, y por supuesto experiencia. Aunque nadie se lo dijo cuando le nombraron, la conciencia colectiva lo ha erigido en el engranaje indispensable del funcionamiento y buen gobierno de los consejos y, por ende, de las empresas y de la valoración que los mercados hacen de éstas, y siendo esto así, como han enfatizando voces autorizadas, de su coste de capital y, en consecuencia, de su capacidad para competir y aportar riqueza a la economía nacional.

Estas reflexiones no pretenden -por cínicas que parezcan- descargar al consejero independiente de su enorme responsabilidad en el mantenimiento del edificio del buen gobierno de la empresa, y menos aún minimizar la trascendencia que reviste la independencia como rasgo esencial para el desempeño de sus funciones. Lo que no es apropiado ni razonable es atribuir al consejero independiente todo el peso del funcionamiento eficiente de los consejos, y menos aún centrar el debate en sus cualidades exigibles o deseables. Es conveniente analizar los hechos.

Los accionistas deben ponderar qué consejos tienen y por qué los tienen. Obviamente, el hecho más elocuente es la trayectoria a largo plazo de una empresa para una estructura de gobierno dada, pero también hay otros que inciden en dicha estructura y que refuerzan el carácter independiente de un consejo y la alineación de sus intereses con los de los accionistas, más allá de los atributos formales de sus miembros.

El primer responsable del funcionamiento de un consejo de administración es su presidente. El presidente es el principal artífice de que un consejo cumpla su cometido, de que funcione, defienda los intereses de todos los accionistas, se ocupe de lo que se tiene que ocupar (por ejemplo, tomar y asumir las decisiones estratégicas y no sólo supervisar y controlar) y cree valor para la compañía. Si un presidente no sabe o no puede dirigir su consejo, o no quiere que éste pinte y decida, difícilmente podrán los consejeros desempeñar eficazmente su labor. Unos dirán que para eso están precisamente los independientes, para solucionar un caso como éste, cesando y sustituyendo al presidente incompetente o malevolente; y otros argüirán que precisamente por no haber buenos independientes hay malos presidentes, pero la evidencia indica que las pescadillas sólo se muerden la cola en las pescaderías, y mientras no se demuestre lo contrario es la cabeza la que dirige sus movimientos. Y creo que ya casi nadie discute que tan importante es para el buen gobierno la existencia de independientes como la separación efectiva, y no meramente nominal, de la figura del presidente de la del consejero delegado. El modelo de especialización de funciones, amén de ciertas ventajas operativas, presenta una esencial para el buen gobierno, a saber: equilibrio de poderes. Sin este equilibrio, la capacidad de supervisión de un consejo, su influencia real en las decisiones estratégicas (como frenar una fusión o una adquisición, o recomendar una OPA, aunque sea no solicitada) y sus posibilidades de sustituir al máximo ejecutivo ante una pobre gestión se ven sensiblemente mermadas.

Otro hecho significativo a la hora de valorar la independencia de un consejo y su alineación con los intereses de los accionistas es el establecimiento o preservación de medidas de protección o blindaje frente a adquisiciones no deseadas de participaciones en la sociedad, que puedan desembocar incluso en un cambio de control. Según un estudio publicado por la CNMV en marzo de 2004, un 44% de las empresas cotizadas cuenta al menos con una disposición estatutaria defensiva. Si se tiene en cuenta que el capital de numerosas empresas está muy concentrado y no requiere en consecuencia protección alguna, se deduce fácilmente que el mercado de control corporativo en España dista mucho de la libre competencia. Cualquier actuación de los consejeros orientada a la liberalización del control dice más de su independencia que muchos de los requisitos formales exigidos por códigos y regulaciones.

Sobre la remuneración del consejero se ha escrito sobradamente. La teoría al uso es sensata: ni mucho, para que no se haga dependiente, ni poco, para que trabaje y sea competente. Y para evitar posibles abusos, ni opciones ni pensiones. ¿Y por qué no acciones? Una vez determinada su remuneración, el consejero podría o, en su caso, debería reinvertirla, en todo o en parte sustancial, en acciones de la sociedad. De esta forma, al cabo de un tiempo acumularía un pequeño capital, similar o seguramente superior al que muchos accionistas minoritarios poseen en su compañía, y éstos tendrían una mayor motivación para confiar en él, y él, a su vez, un incentivo más para defender los intereses generales.

Un consejero, por muy independiente que sea, por muy útil o eficaz que se revele, debe rotar. El tiempo acaba diluyendo sus capacidades de contraste, de inconformismo, de inquietud, y convirtiendo en costumbre y rutina lo que debe constituir un proyecto por naturaleza dinámico. Los consejos con normas internas de rotación para sus miembros, con planes profesionalmente elaborados de sustitución programada o contingente de sus máximos ejecutivos, tienen más probabilidades de mantener en el largo plazo su independencia de criterio que los demás.

En su obra Humano, demasiado humano, Nietzsche desmitificó todos aquellos sentimientos morales que venían considerándose sagrados y eternos, sobrehumanos de algún modo. Lo mismo debemos hacer con la notoriedad que parece otorgarse a los atributos formales de los independientes. La eficiencia e independencia de un consejo son características importantes, no las únicas, para responder a las expectativas de los accionistas; pero para enjuiciar su calidad no sólo debe atenderse a las previsiones de los códigos y de las regulaciones, sino también a los hechos.

Santiago Eguidazu es economista

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