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Columna
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El color del diluvio

Rafael Argullol

¿Qué color tuvo el mundo el día del diluvio? Hubo un pintor que en los últimos años de su vida quiso responder a esta extraña pregunta. De hecho, numerosos pintores han estado fascinados con la idea de adentrarse en el color de los estados limítrofes. El del Génesis, por supuesto, ha fascinado a muchos y también, en igual medida, el del final, el cromatismo del último crepúsculo.

Pero Turner, el pintor que se propuso capturar los tonos del diluvio, prefirió escoger la frontera de la máxima tensión: por un lado, la mayor penumbra; por otro, una luminosidad sin precedentes. Quienes busquen la clave de la radical evolución pictórica de Turner -de la que la exposición Turner y Venecia es sumamente representativa- deben dirigirse a uno de los dípticos más revolucionarios de la historia del arte, el formado por Sombra y oscuridad: la tarde del diluvio y Luz y color: la mañana después del diluvio, ambos de 1843. En realidad el título de este último cuadro es todavía más complicado porque Turner especificó que se trataba de la "teoría de Goethe" y además añadió: "Moisés escribiendo sobre el libro del Génesis".

William Turner escogió la frontera de la máxima tensión: por un lado, la mayor penumbra; por otro, una luminosidad sin precedentes

A las alturas de la vida en que se encontraba, Turner ya se había decidido definitivamente ante la gran encrucijada de la retina y había apostado por ver en lugar de mirar. Era una apuesta decisiva -la apuesta decisiva en todo pintor-, aunque difícil puesto que significaba sacrificar en cierto modo el tesoro de formas adquirido a lo largo de muchos años. Turner quería sustituir la mirada por la visión, quizá porque entendía que ya había mirado lo suficiente como para empezar a ver.

En el último siglo hemos malgastado tantas páginas alrededor de la inútil polémica que oponía abstracción a figuración que hemos permanecido ciegos ante la auténtica elección, ya no únicamente del pintor, sino del ser humano. La mirada es el aprendizaje de la visión, e importa escasamente si el fruto es figurativo o abstracto. Cuando atendemos a las observaciones escritas de los pintores, comprobamos que la mayoría de ellos se hallan preocupados por aquel aprendizaje. Tres de los maestros más respetados por Turner tienen en común esta preocupación: Leonardo, Rembrandt y Poussin. Sobre todo Leonardo da Vinci, un exhaustivo "maestro del mirar" que, no obstante, dedica todo su Tratado de pintura a la conquista de la visión.

Si pasamos de los artistas individuales a los grandes movimientos artísticos, percibimos que la madurez también está relacionada con la metamorfosis de la mirada en visión. Cuando un arte todavía vacila, en proceso de crecimiento, la avidez de la mirada impide que se desate la visión; simétricamente, un arte declinante, gastado ya o agónico, vuelve a refugiarse en un exceso de mirada que disimule su escaso poder para la visión. En el equilibrio, en la coronación de la fuerza creativa, la visión surge de la mirada como la mariposa de la crisálida. Y esto parece tan válido para el lenguaje colectivo como para el personal.

Turner, que llevaba décadas ensayando este proceso, necesitaba un escenario suficientemente poderoso para afrontar lo que consideraba su liberación final. Todo estaba preparado en el transcurso de su obra. El sfumatto y el chiaroscuro leonardianos le habían hecho reconocer la vida interna de la luz. La escuela veneciana del color le había hecho adentrarse en todas las sutilezas cromáticas. Goethe, con su escandalosa teoría opuesta a la descomposición de la luz formulada por Newton, le había sugerido la inmensa riqueza de la tiniebla. Sus propias investigaciones sobre el movimiento le habían inducido a representar repetidamente los naufragios como oscuras danzas entre buques y mar, e incluso, en su última etapa, a experimentar el espíritu de la "nueva velocidad" aportada por los ferrocarriles.

A Turner, no obstante, le faltaba es argumento que le permitiera el gran viraje hacia la visión. Y este argumento fue el color del diluvio. Nunca la oscuridad había sido tan densa como en el momento anterior a la gigantesca tempestad mientras que, en igual medida, nunca la luz había estado tan emancipada como en la primera aurora tras la catástrofe. Es probable que Turner pensara que tanto en un estado como en otro la mirada quedaba petrificada ante el poder de la visión.

Sea como fuera, el resultado fue de una rotundidad asombrosa. Sombra y oscuridad es un raro homenaje a la tiniebla que en buena medida se corresponde con la pintura última de su contemporáneo Goya. En Luz y color prima, en cambio, la resurrección a través de un viaje por toda la gama cromática hasta el triunfo del amarillo, para el pintor la atmósfera de la visión esencial.

Sería curioso saber cuándo se empeñó Turner en la aventura de pintar el color del diluvio. Nunca lo sabremos. Lo que si sabemos es que su visión modificó la mirada de toda la pintura posterior.

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