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IDA y VUELTA
Columna
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Deprisa, deprisa

Hoy Montmeló será la capital del culto a la velocidad. Eso no significa que la circulación sea fluida, sobre todo fuera del circuito, donde se producirán exasperantes atascos. Los peregrinos acudirán en masa y lo que los expertos denominan "el circo de la fórmula 1" volverá a demostrar su tirón popular. Ensordecedor y agotador son algunos de los adjetivos que se te ocurren si no crees en esta causa con olor a gasolina y adrenalina. Pero si miras a los ojos de los creyentes, descubres un mundo que venera los 300 kilómetros por hora que alcanzan los bólidos en la recta de tribuna, los adelantamientos temerarios y los velocísimos cambios de neumáticos.

La velocidad ha sido un estímulo tradicional para las atracciones y el mundo del espectáculo, y no siempre fue bien aceptada por la mayoría. El actual desarrollo tecnológico, sin embargo, nos impide practicar toda la velocidad que podrían darnos nuestros coches o trenes. Es una contradicción que genera cierta decepción y algunos no pueden evitar la tentación de dejarse llevar y transgreden las normas en autopistas y autovías que no están preparadas para tanto exceso. Para lentificar los trenes de alta velocidad, en cambio, basta con practicar la tradicional negligencia a la hora de construir las vías y diseñar los trazados.

En ámbitos más intelectuales, la velocidad incluso llegó a tener mala prensa. Cuando se pasó de las diligencias a los trenes, hubo quien puso el grito en el cielo y defendió la lentitud contemplativa del caminante frente a la aceleración equina o, posteriormente, motorizada. Josep Maria Espinàs, experto caminólogo, sostiene que el ritmo del que anda le permite asimilar todos los estímulos que le proporciona el paisaje y que los trenes, los coches y los aviones son inventos muy prácticos que devoran las distancias para darnos más tiempo. Es una postura más sensata, ya que en lugar de satanizar la velocidad o caer en la apología de la lentitud, aprovecha lo bueno de ambos fenómenos.

En realidad, la velocidad reduce los abismos entre el espacio y el tiempo, y ese atajo ha revolucionado las costumbres y está muy ligado a lo que, con razón o sin ella, entendemos por progreso.

Christophe Studeny, licenciado en educación física y doctor en historia, ha estudiado los efectos de la velocidad en la sociedad francesa desde el siglo XVIII hasta el XX. En un fascinante ensayo que lleva el precioso título de L'invention de la vitesse (La invención de la velocidad, Gallimard, 1995) cuenta que en 1835 los parisienses descubrieron que se podía llegar al otro extremo de la ciudad en mucho menos tiempo y cómo eso revolucionó buena parte de los hábitos colectivos. El testimonio de un usuario de ómnibus así lo constata: "El tiempo, esa materia prima de la riqueza industrial, puede, gracias a la existencia de los ómnibus, ser doblado en provecho de los hombres de negocios, de los comerciantes, de los fabricantes, de los artesanos e incluso de algunos obreros. Estos vehículos han acelerado el movimiento de los negocios".

La aceleración máxima, sin embargo, requiere de un envoltorio espectacular como la que hoy presidirá las carreras de Montmeló. De un cohete espacial, por ejemplo, se espera que, tras una teatral cuenta atrás, se desplace muy deprisa para llegar lo más lejos posible. En julio de 1969, la nave Apolo que consiguió llegar a la Luna tardó 195 horas y 18 minutos. Eso es lo que tardarán algunos en salir del circuito de Montmeló o en volver de su residencia de fin de semana. Lo cual induce a pensar que existe una ley no escrita que te cobra con intereses todo el tiempo que creías haberte ahorrado practicando la velocidad.

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